Dani de la Torre presentó ayer en el Festival de Málaga su largometraje más personal y sensible, Live is Life, un relato idealizado de la amistad y del amor a la familia, que se nutre de sus propias experiencias en el que fue “el último verano de su adolescencia”.De la Torre compareció tras la proyección en el Teatro Cervantes de Málaga en una rueda de prensa acompañado del elenco de la cinta, cinco jóvenes debutantes que llevan el peso de la historia: Adrián Baena, Juan del Pozo, David Rodríguez, Javier Casellas y Raúl del Pozo.

La historia comienza en Barcelona, cuando Rodri (Baena) huye de unos matones de su clase a los que esquiva en una atlética persecución que acaba en el taxi de su padre que, con su familia dentro, le espera para viajar a la Ribeira Sacra, donde veranea con sus abuelos. Es el verano 1985 pero, a diferencia de otros años, sus amigos se enfrentan a problemas mucho mas graves: el padre de Suso (Rodríguex) sufrió un accidente laboral y está en coma, y uno de sus amigos gemelos, Álvaro (Juan del Pozo) está mucho peor del cáncer que padece.

La película está sobrecargada de emotividad, en parte por el guion pero también por la propia naturaleza de una pandilla de quinceañeros de los ochenta “vírgenes” de tecnologías, teléfonos móviles, juegos en red y pletóricos de hormonas y de ganas de dar sus primeros besos. Y la enfermedad y la muerte, como realidades con las que hay que convivir, tampoco podía De la Torre contarlas de otra forma: mientras preparaba el proyecto, su madre enfermó y murió de cáncer. Fue ella quien le dijo que hiciera esta película.

empezó como un taller

Lo que empezó como un taller sobre cine y mujer en la comarca extremeña de Tierra de Barros terminó siendo el primer largometraje de ficción dirigido por Ainhoa Rodríguez, quien define Destello bravío como “la historia de un pueblo suspendido en el tiempo y en descomposición”.

La directora viajó a esa comarca, de donde procede su familia, “cargada de ideas, imágenes, propuestas y sueños”, y trabajó con un guion “que estaba abierto y vivo, era orgánico”.

En aquel taller en el pueblo sobre cine y mujer, que trataba sobre cómo se representó a las mujeres en este ámbito, reunió a un grupo de vecinas “que no se perdieron ninguna sesión en varios meses”, y finalmente se convirtieron “en unas amigas”.

“Fue un proceso de confianza mutua y un acto de fe. Todo fue natural y se fue produciendo esa magia ante la cámara”, explicó Rodríguez, que ve como “una apuesta muy firme” haber contado en el reparto “con mujeres reales, no con actrices”.