No es exagerado decir que, en este momento, mientras usted lee este reportaje, las taquillas del Musikverein de Viena, sede de una de las mejores orquestas filarmónicas del mundo, lucen orgullosas el cartel de No hay entradas para el Concierto de Año Nuevo. Lo más curioso es que el letrero se refiere a la próxima edición, que tendrá lugar, Dios mediante, en 2022. Tal es la demanda que hay para presenciar el recital más mimado de todos los tiempos.

Desde su primera edición en 1939, la organización del concierto sigue un estricto protocolo que los vieneses cuidan con esmero, porque saben que además de música exportan imagen de país, y vale tanto lo uno como lo otro. Unos meses antes de diciembre, la Sala Dorada del Musikverein se cierra al público para procederse a una limpieza exhaustiva y a la adecuación del local de cara al acontecimiento de Año Nuevo. Todo debe quedar a punto para el ensayo general del 30 de diciembre y la primera representación, que tiene lugar al día siguiente con el título de Concierto de San Silvestre.

Para entonces, el director-estrella designado ya tiene preparado el programa. Es obvio que se trata de música relacionada con Austria que facilite la inclusión, junto a los planos de la adornada sala, de imágenes relacionadas con uno de los países más bonitos del mundo y de actuaciones de ballet en cualquiera de los innumerables palacios de la época imperial.

Independientemente de los títulos elegidos, mayormente pertenecientes a la familia Strauss, es tradición que la propina consista en el vals El bello Danubio azul y que el remate definitivo sea La Marcha de Radetzky, con la que el respetable da rienda suelta a su imparable deseo de aplaudir por haber vivido unas horas inolvidables. Pocos, sin embargo, saben quién fue Radetzky y lo que significó para Austria.

Retrato del militar austriaco Joseph Wenzel Radetzky.

Viena, distrito I

La principal avenida de Viena es el Ring, cuya traducción, Anillo, viene bien para definir el espacio que quedó en la ciudad cuando se decidió derribar las murallas que rodeaban al casco antiguo. Suponían un incordio al haber sido ampliamente superadas con el desarrollo de la capital. Hoy se aplica esa coletilla a cada uno de sus tramos para denominar a lugares determinados, como Opernring al próximo a la Ópera, Parkring al del parque, etc.

Precisamente, junto al tramo restante hasta el inmediato Canal del Danubio, en el Stubenring, se encuentra un imponente edificio que antiguamente albergó al Ministerio de la Guerra, reconvertido más tarde en los actuales Ministerios de Agricultura, Trabajo y Asuntos Sociales. Frente a su acceso principal se alza la estatua con la que Viena recuerda la figura de uno de sus militares más notables, Joseph Wenzel Radetzky.

Unos metros más adelante distingo el puente, la calle y la plaza dedicadas al citado mariscal. No en vano, tiempo atrás ésta fue la zona cuartelera más importante de Viena. Su entorno sirvió de escenario natural para algunos planos de la admirable película El tercer hombre, que se aprovechaba del estado lastimoso en que quedó tras la II Guerra Mundial. En una de las pequeñas plazas se alzaba el Hotel Metropol, de amargo recuerdo para muchos austríacos por haber sido la sede de la Gestapo.

¿Se han preguntado alguna vez por qué la agrupación coral Niños Cantores de Viena utiliza traje marinero como uniforme en un país interior y sin Marina? La respuesta que obtuve cuando se me ocurrió hacerlo ante la catedral de San Esteban fue categórica: "Antaño Austria tuvo salida al mar Adriático a través de terrenos ganados por Italia".

Instintivamente me vino a la cabeza la obra literaria Senso, de Camillo Boito, y la espléndida versión cinematográfica de Luchino Visconti en la que se reflejan las dificultades que surgieron en marzo de 1848, cuando se produjo en Venecia un levantamiento contra la ocupación austriaca que dio paso a situaciones bélicas de gravísimas consecuencias. El citado texto y la película sitúan el inicio de las hostilidades en el transcurso de la representación de una ópera en el teatro de La Fenice.

El archiduque Alberto de Habsburgo encomendó la defensa de los territorios italianos que controlaban al destacado militar austriaco Joseph Wenzel Radetzky, quien masacró a bayoneta calada a las tropas piamontesas que comandaba el rey Carlos Alberto de Cerdeña-Piamonte en la batalla de Cuztoza, disputada los días 24 y 25 de julio de 1848. El combate, que formaba parte de la primera guerra de independencia de Italia, acabó con la victoria de los austriacos, a pesar de que tuvieron muchas más bajas que sus oponentes.

El monumento a Radetzky en una postal antigua de la ciudad de Viena.

Delirio nacional

El resultado de aquella batalla produjo en Austria un auténtico delirio y Radetzky se convirtió en un héroe. Su popularidad fue enorme, hasta el punto de que Johann Strauss-padre se dejó llevar por el clamor y le dedicó una alegre marcha que compuso pleno de ilusión. Sin embargo, aquellas repetitivas notas acabaron por pasarle recibo.

Jamás pudo imaginar el patriarca de la dinastía de los Strauss que una composición suya iba a tener la trascendencia política que se le dio a La Marcha de Radetzky. Involuntariamente se vio envuelto en sucesos políticos no deseados, porque de servir para ensalzar al mariscal pasó a ser himno de corrientes sociales anti régimen que tuvieron gran protagonismo. La marcha no fue aceptada de buen grado por todos los austriacos, por lo que su autor recibió muy duras críticas por parte de los liberales. En Alemania incluso se produjeron manifestaciones contra Strauss-padre, que murió al poco con el amargo sabor de esta situación.

El tiempo fue cerrando heridas y La Marcha de Radetzky se interpretaba tal y como la había compuesto su ilustre autor hasta que en 1914 surgió un músico iluminado que tuvo la osadía de corregir a Strauss. Leopold Weninger, que tal era su nombre, arreglaba melodías para ser interpretadas por orquestas de salón; bailables, vamos. Pero se le conocía más por la extremada vena racista que poseía muy en la línea del nazismo que vendría poco después.

Tenía 35 años cuando decidió corregir La Marcha de Radetzky arguyendo que carecía de la marcialidad.

Creyéndose el genio del pentagrama, consideró que este trabajo le podía servir para lograr un cierto renombre. Lo hizo, y solía recorrer Viena con su partitura en la mano para demostrar una valía que no le correspondía. En 1932, cuando los nazis abrieron taquilla, corrió a afiliarse haciendo saber que un compositor de su renombre merecía un despacho desde donde poner la banda sonora a la situación.

El ímpetu de aquel hombre convenció a sus correligionarios y pronto se cumplió su deseo. Las SS y las SA debían de cuidar la música de sus desfiles, y para eso estaba él. Fue el artífice del himno nazi por excelencia, la Canción de Horst Wessel, y de éxitos hitlerianos del corte de Die Fahne hoch (Levanta la bandera) y Gott sei mit unserem Führer (Dios esté con nuestro Führer), los hits de las grandes concentraciones donde se pedían mil años con aquel régimen político. Weninger murió en 1940, perdiendo la ocasión de poner música al The End de la II Guerra Mundial, tan diferente al que él pensaba.

Strauss padre recupera

La Marcha de Radetzky siguió interpretándose con el arreglo que hizo este tipo, tal vez por no revolver el episodio Weninger. Imagino a Strauss-padre retorciéndose en su tumba del Cementerio Central de Viena pidiendo justicia para una obra que nació para celebrar un triunfo y que políticos de uno y otro signo la iban arrimando a sus banderas.

La inclusión de La Marcha de Radetzky en el Concierto de Año Nuevo significó un gran acierto. Servía muy bien para cerrar la audición y arrancar, por si hacía falta, el aplauso del público con la complicidad de la propia orquesta. Tan solo el año 2005 no se interpretó por respeto a las más de 150.000 víctimas mortales del tsunami que tuvo lugar en Indonesia unos días antes, en la Navidad de 2004.

Fue en 2001 cuando Nikolaus Harnoncourt, que dirigió en aquella ocasión a la Orquesta Filarmónica de Viena, decidió romper con la tradición y utilizar la partitura original de Johan Strauss-padre. Este tipo de cambios en una sociedad musical tan tradicional y cerrada como es la vienesa dio pie a numerosos comentarios, hasta el punto de convertirse en el centro de atención de la prensa de todo el mundo.

La diferencia fue observada con atención por la crítica. Era evidente que entre las dos versiones había diferencia: la original es mucho más alegre que la otra, de acusado sello militar. Era también momento de pensar en la memoria histórica y eliminar el rastro que había dejado Weninger.

Tuvieron que transcurrir otros diecinueve años para que los aplausos finales del Musikverein se los llevara íntegramente el patriarca de los Strauss, gracias al director letón Andris Nelsons que repitió el gesto de Harnoncourt.