Gipuzkoa siempre fue un “territorio muy apetecible” para el Estado francés por su ubicación geográfica y su potencial económico, simbolizado en las ferrerías y en los puertos comerciales. En los últimos 400 años, los intereses galos han llevado hasta en seis ocasiones a plantear la anexión de este territorio a sus fronteras; en la mitad de los casos de forma fructífera.

Para vislumbrar los tres primeros intentos –fallidos– se ha de viajar en el tiempo hasta el siglo XVII para hablar de los Tratados de Partición propuestos, de una manera u otra, por Francia, Inglaterra, Austria y las Provincias Unidas de los Países Bajos, que quisieron repartirse los territorios de la decadente corona española encarnada por un enfermizo Carlos II. A espaldas de éste, en 1698 y 1699 se firmaron dos acuerdos que incluían Gipuzkoa en el reparto, tal y como recuerda el historiador, investigador y exprofesor de la Universidad de Deusto Xosé Estévez, autor del artículo Gipuzkoa: de las águilas austríacas a los buitres borbónicos.

Carlos II de los Habsburgo subió al trono de la monarquía española en 1675, a la edad de 14 años, y permaneció en él hasta su muerte en 1700. Las cancillerías europeas pensaban que su fallecimiento llegaría raudo y, por supuesto, sin descendencia. Ninguno pudo imaginar que el Hechizado durase casi tres décadas en el cargo. Es más, se llegó a dudar que sobreviviese a su infancia. Cuando aún gobernaba la regente Mariana de Austria, en 1668 los Habsburgo y los Borbones rubricaron un seminal acuerdo para dar salida a la cuestión sucesoria. En aquel Primer Tratado de Partición, sellado en Viena, el que antecedió a los posteriores de La Haya, Francia se quedaría con Nápoles y Sicilia, debido a su ubicación preeminente sobre el Mediterráneo, y también con Navarra. 

Álvaro Aragón, profesor de la facultad de Educación, Filosofía y Antropología de la UPV/EHU, subraya que, en contra de lo que se opina habitualmente, las recientes investigaciones demuestran que el siglo XVII en Gipuzkoa fue un periodo de desarrollo económico, dado que comenzaron a llegar “los tesoros de América”. Eso sí, lo hacían de forma “alegal, a través del contrabando”, una forma que no era para nada ajena a los comerciantes locales. La plata de las minas de Potosí (Bolivia), por ejemplo, pasaba por Gipuzkoa y mediante contrabandistas llegaba a Baiona, principalmente por los montes que lindaban con Navarra. 

Las aspiraciones de Francia eran la de crear “una fuerza comercial y naval potente” que hicese frente sus verdadero enemigos, los ingleses, algo para lo que Gipuzkoa era clave. Sus pretensiones sobre este territorio se mantuvieron durante el siglo XVIII, haciendo que a finales de esa centuria y a principios de la siguiente se llegase a esbozar la idea de “una especie de república dependiente de la francesa, que aunase todo lo que comprende el Golfo de Bizkaia, algo que en la propuesta se extendía hasta Santander”. El proyecto de Nueva Fenicia de Dominique Garat bajo el ala de Napoleón, recuerda Aragón, se enmarcaría en este contexto. Para conseguir la complicidad de los guipuzcoanos era necesario mantener los fueros, es decir, su “idiosincrasia”, continúa Aragón, autor del artículo La Guerra de la Convención, la separación de Gipuzkoa y los comerciantes vasco-franceses y bearneses. Por lo tanto, a su ubicación fronteriza se sumaba el interés por las posibles exenciones del régimen económico foral, una cuestión que no puede olvidarse cuando se habla de aquellos años. Es más, esa idiosincrasia y el statu quo supuso la piedra de toque de la querencia del territorio por una afiliación u otra.

Pero, ¿qué era lo que interesaba a los guipuzcoanos? A lo largo del siglo XVI diversos pensadores del territorio fomentaron la idea de que desde “tiempo inmemorial” Gipuzkoa había sido “libre” a la hora de elegir su vasallaje, siempre siguiendo los preceptos de la Teoría Pactista, y al menos desde su incorporación a Castilla en 1200. Este pensamiento se recuperó en el XVII, precisamente ante el liderazgo débil y enfermizo de Carlos II. Era tiempo de afianzar posiciones. No es casualidad que en 1696, un año antes de que potencias extranjeras cerrasen el Segundo Tratado de Partición, Gipuzkoa redactase, por primera vez, sus fueros, que fueron confirmados por Felipe V, una vez fallecido Carlos II. Esa “libertad para elegir a su señor” sería también la que se defendió en 1719 y 1794. Pero eso es adelantarse varias décadas a la historia.

Los tratados de partición (1698,1699 y 1700)

Tras apostar en primer lugar por Navarra en el acuerdo de Viena, Luis XIV cambió de opinión y pugnó por Gipuzkoa. En este nuevo juego de fronteras presentado en 1698, a la muerte de Carlos II, el primer Delfín de Francia, Luis, se haría con la costa de la Toscana, Nápoles, Sicilia y Gipuzkoa; José Fernando de Baviera se llevaría Castilla y las tierras de esta en los Países Bajos e India; y el archiduque Carlos, heredero de Leopoldo I, ostentaría el mando del ducado de Milán. Estévez recuerda que en este acuerdo, que a diferencia del anterior sí fue filtrado, se hizo mención expresa al puerto de Pasaia, Donostia y Hondarribia en lo que se refiere a la cesión de Gipuzkoa. Francia quería controlar todo el comercio del norte de la península, los astilleros de estas costas, las ferrerías y las fábricas de armas.

Cuando los extremos del acuerdo llegaron a la Corte de Madrid, el estupor y la indignación se hicieron con el palacio real. Carlos II modificó su testamento y convirtió en heredero universal a José Fernando de Baviera, excluyendo a los Borbones de recibir ninguna propiedad de la corona hispánica. Su decisión, no obstante, caducó pronto. 

Apenas un año después, en 1699, José Fernando falleció a la edad de siete años, desbaratando las pretensiones de Carlos II. La maquinaria entre bambalinas, en cambio, siguió con sus conjuras. También en La Haya, se propuso un nuevo acuerdo que dividía las propiedades, en este caso, en sólo dos adjudicatarios: el Delfín de Francia y el archiduque Carlos de Austria. El reparto era muy similar al anterior, quedando Gipuzkoa en Francia, algo que también se mantuvo en el el cuarto y último Tratado de Partición, firmado en Londres en marzo de 1770. 

Ocho meses después Carlos II falleció, entrando en vigor su último testamento, redactado apenas un mes antes y en el que legó su corona al segundo príncipe francés, Felipe de Anjou. 

Con él, los Borbones llegaron al trono que había pertenecido a los Habsburgo durante siglos. La sucesión satisfizo los intereses de Luis XIV y Francia renunció a Gipuzkoa... por el momento.

La Cuádruple Alianza (1719-1721)

El testamento de Carlos II y la subida al trono del que sería conocido como Felipe V trajo consigo la Guerra de Sucesión, en la que lo enfrentó a los Habsburgo y también, en parte, a su propio padre, el rey de Francia. En este tiempo, el territorio guipuzcoano se alineó con la causa felipista

Tras la Guerra de Sucesión que se prolongó durante la primera década del siglo XVIII y parte de la segunda, llegó la Guerra contra la Cuádruple Alianza, formada por Inglaterra, Francia, Austria y Holanda. El Tratado de Ultrech de 1714 dio como finalizada la primera contienda, obligando a Felipe V a la renuncia de sus pretensiones sobre algunos territorios italianos. Su reticencia a cederlos fue la que provocó las hostilidades, que hicieron que entre 1719 y 1721 Gipuzkoa se anexionase a Francia. Tras la ocupaciónde Hondarribia y Donostia, el territorio se rindió al Duque de Berwick el 7 de agosto de 1719. Una vez terminado este nuevo conflicto, Gipuzkoa retornó a sus estatus anterior,

La Guerra de la Convención (1793-1795)

Durante la Guerra de la Convención (1793-1795) –contienda que implicó al Estado español contra la República francesa recién constituida–, las tropas galas llegaron hasta Miranda de Ebro, recuerda Aragón. La Convención fue la asamblea nacional que rigió la primera República después de la revolución y de claro carácter “expansionista”. Entre los sectores guipuzcoanos más afines a la revolución, que veían en el ejemplo vecino una manera de “modernizar la sociedad”, el ajusticiamiento de Luis XVI en 1793 generó cierta pulsión contrarrevolucionaria. El fuero, además, preveía levas, es decir, el reclutamiento de tercios locales que llegaron a sumar 5.000 hombres, que no tuvieron nada que hacer contra el Ejército Nacional. 

Las milicias locales en los territorios vascos estaban apoyadas por el ejército real. No obstante, una serie de dudosas decisiones, así como la falta de organización, no auguraban un futuro prometedor. Los cañones de Donostia, por ejemplo, fueron llevados a Hondarribia, lo que provocó que una vez superada ésta por las fuerzas convencionales, la capital del territorio quedase desprovista de artillería. “Desde ese punto de vista parece bastante lógico que se rindiesen”, comenta el profesor de la facultad de Antropología de la UPV/EHU, para después añadir que personalidades como los diputados generales Joaquín Barroeta Zarauz y Aldamar y su cuñado José Fernando Etxabe Asu y Romero intentaron defender los fueros, la inmemorial libertad del territorio y conseguir que se incorporase a la República francesa, “no como conquistados, sino aceptando la idiosincrasia propia”. Los franceses se negaron. 

El cisma entre la Gipuzkoa rural y la urbana, que representaba las dos almas del territorio, estaba servido. Pese a ciertos “síntomas” anteriores, la verdadera “ruptura” entre un grupo “más mercantil, liberal e ilustrado” y otro “más terrateniente” se hizo evidente durante la Convención, si bien es cierto, que el sector mercantil era “hetereogéneo”. Estos, al igual que Romero y Aldamar, “¿eran proclives a la Convención?”, se pregunta Aragón. “Probablemente, no”. En este sentido, especula que ante la perspectiva de perder sus bienes y sus hogares, algunos de ellos apostaron por esta opción: “No sabemos si fue una actitud posibilista o no; nunca lo sabremos”.

Hasta aquel momento primó la idea de que el sistema político de Gipuzkoa, al igual que el de Araba y Bizkaia, se basaba en “privilegios a cambio de una defensa de la frontera”. Al fracasar este binomio, empezaron a tomar fuerza desde Madrid posiciones como la de Manuel de Godoy con el objetivo de desprestigar los fueros. Eso sí, esa corriente de opinión no llegó a impregnar la sociedad guipuzcoana, pese a sus dos posturas contrapuestas. Ambas creían en su defensa.

La Guerra de Independencia (1808-1814)

Un nuevo salto en la historia, cambio de siglo, apenas una década después. En 1808 comenzó lo que se conoce como la Guerra de la Independencia que se prolongaría durante seis años. Con la excusa de que sus tropas asimilasen Portugal, Napoleón dispuso a varios destacamentos en la muga que, finalmente, en vez del Rubicón cruzaron el Bidasoa y se extendieron por todo el territorio. El gobernador de Donostia entregó la plaza y las guarniciones francesas ocuparon la totalidad del territorio. Pero las pretensiones francesas no sólo se circunscribieron a Gipuzkoa, aunque esta, como recueda Estévez, sirvió de puerta de salida al avituallamiento bélico para los distintos frentes. De cualquier modo, para 1810 se terminó de anexionar Bizkaia y Araba, bajo el mando del gobernador napoleónico Thouvenot, eso sí, con la resistencia de distintas guerrillas. En Gipuzkoa, Gaspar Jáuregui, conocido como El pastor, añade Estévez, fue uno de los pocos que lideró una de ellas.

“También fue una guerra civil”, detalla Aragón. No en vano, volvieron a chocar afrancesados partidarios de José I contra legitimistas favorables a Fernando VI. Tanto es así que algunos de los que durante la Guerra de Convención mostraron su simpatía por la autoridad gala, ostentaron puestos de Gobierno. Como es bien sabido, el control galo cesó el 31 de agosto de 1813 con la batalla de San Marcial y con el asalto y la destrucción de Donostia. Gipuzkoa no volvió a ser francesa.