El texto y el estilo
Asteroid City
Dirección: Wes Anderson.
Guión: Wes Anderson y Roman Coppola.
Intérpretes: Jason Schwartzman, Scarlett Johansson, Tom Hanks, Jeffrey Wright y Tilda Swinton.
País: EEUU. 2023.
Duración: 105 minutos.
Parafraseando a McLuhan, cabría decir que, con Wes Anderson, el estilo es el mensaje. Y si continuamos con ello, se podría aceptar que aquel error tipográfico que tuvieron los editores de McLuhan al confundir mensaje con masaje, cobra de nuevo un sentido esclarecedor al percibir la sensación de que, en efecto, en “Asteroid City” el mensaje no es sino un masaje de cromatismo feliz, pesadillas tan absurdas como desgarradoras y un desfile de estrellas que juega a deslumbrar al público con el nuevo disparate onírico de Wes Anderson. Un solo fotograma de Asteroid City, da igual cual sea, resultaría inconfundible para quien ya ha sabido del cine de su autor. No hace falta practicar ninguna prueba de paternidad al cine de Anderson. Se le huele desde lejos. Es inconfundible. En la actualidad apenas hay nadie que posea una puesta en “abismo” tan identificable como la suya. Quizás Lynch, Kaurismaki y algún otro. No son muchos y se saben extraordinarios. Por eso, en Asteroid City, cada plano, cada encuadre, cada composición grita a los cuatro vientos su filiación, proclama que es fruto del ser, del soñar y del (des)hacer de Wes Anderson.
Se diría que el autor de El gran hotel Budapest (2014) se ha convertido en un personaje como los que deambulan por sus películas. Un observador impasible cuyo hieratismo pretende convocar un escudo de protección ante la estulticia que impera en el mundo (norteamericano). Cien por cien yanqui, Anderson vive en Europa, en Francia, y ha rodado Asteroid City en Chinchón. Del pueblo que internacionalizaron cineastas como Orson Welles, Nicholas Ray o Henry Hathaway no cabe encontrar rastro alguno. La ubicación de esa ciudad llamada “asteroide” tuvo lugar en el camino que separa Chinchón de Colmenar de Oreja, donde Anderson transforma el polvo castellano en desierto estadounidense. Con pocos efectos especiales, con decorados físicos y en régimen de convivencia “sideral” en el Parador de Chinchón, los integrantes del decimoprimer largometraje de Anderson tejieron los lazos familiares que el cineasta nacido en Houston en 1969 tanto gusta de provocar. En el cine de Anderson la complicidad actoral funciona como lubricante de verosimilitud. Es la savia nutriente con la que se sostienen unos relatos hijos de Beckett, herederos de Ionesco y deudores de Buñuel por la vía surrealista. En Asteroid City, en medio de la nada, Wes Anderson hace su propia reinterpretación de esa fiebre moderna por el metaverso.
Su relato se fractura, como una muñeca rusa, genera una representación teatral de una realidad que se bifurca entre lo real y lo impostado. Metalenguaje y comedia para una introspección que no usa reloj ni pretende jugar con las leyes del espectáculo del cine comercial de 2023. Ambientada en la América de los años 50, la de los avistamientos alienígenas, la de los militares en permanente alerta frente a la amenaza roja, con hongos atómicos al fondo del paisaje y adolescentes geniales que sueñan con inventarlo todo, Anderson da otra vuelta de tuerca a su galería de extraviados sin brújula. Las secuencias se suceden y el sinsentido se agolpa.
Solo de vez en cuando, se permite Anderson dejar salir esas coreografías impagables, esas secuencias de protagonismo coral y reverberaciones simbólicas que le conectan con las provocaciones inteligentes del Lars Von Trier de Dogville”, la tristeza impasible de Keaton y el preapocalipsis de El Bosco. Del danés, Anderson exprime su habilidad para romper la cuarta pared, su insolencia de teatralizar el cine sin que el cine pague peaje. De “caradepalo” ese hieratismo de escalofrío. Y del genial pintor, la sensación de que por muchas veces que se vea su obra, siempre habrá pinceladas y subtramas inadvertidas. En Asteroid City, con la tragedia de un padre y sus cuatro hijos huérfanos que lloran sin lágrimas la ausencia de la madre, Anderson entona su canto más desesperanzado, roto y triste sobre el duelo, el destierro y la pérdida.
Multicopias
Flash
Dirección: Andy Muschietti.
Guión: Christina Hodson.
Intérpretes: Ezra Miller, Michael Keaton, Sasha Calle y Ben Affleck.
País: EEUU. 2023.
Duración: 144 minutos.
El duelo sin sangre entre Marvel y DC, entre Disney y Warner empieza a mostrar síntomas budistas. No por su mística, sino por su obsesiva reiteración y copia. En esta pelea nadie pretende la originalidad. Nadie pierde tiempo en crear. Se trata de superar al otro a golpe de gigantismo circense. Todos se clonan como bellacos de baja imaginación y espurio talento. Muschietti no busca la perfección sino ganar audiencia. Y eso implica, eso cree, imitar lo que hace la competencia porque se supone que así lo demanda el público. En esta recreación de Flash, la esencia de los héroes que alimentan lo que aquí se desarrolla, el citado Flash, Superman, Batman, Aquaman y demás sufridores, ayer de la guerra fría, hoy del metaverso geopolítico, poco conservan de sus rasgos primigenios.
Flash es la respuesta de DC al Spiderman del metaverso. Si los diferentes actores que encarnaron a Spiderman fundían nostalgia, metacine y esa deriva infantil que emana del mundo del videojuego donde la muerte es pura convención de la que se renace en el siguiente nivel, en Flash se apunta con la mismas armas. Afeada por cierta rusticidad en sus efectos especiales, algo que por otra parte resulta incluso innovador, este Flash se mantiene a flote por el uso de algunas cartas marcadas. Una es la del humor que obliga a duplicarse al actor Ezra Miller. La otra, la retroemocional que consigue el milagro de recuperar del destierro de los superhéroes a actores como Michael Keaton o George Cloney, los Batman de Tim Burton y Joel Schumacher, respectivamente.
Y todo para alimentar su argumento echando mano a la noche del origen del tiempo contemporáneo. Al filme del Superman de Christopher Reeve, donde el hombre de acero hacía girar el mundo al revés para arrancar de las garras de la muerte a su querida Louise Lane. Aquí es a la madre de Flash, encarnada convincentemente por Maribel Verdú, a quien se trata de devolver a la vida creando la temible paradoja temporal que desatará el infierno. En realidad, un recurso manido aunque nos lo vendan bajo la coartada del metaverso. Por lo demás, Muschietti cumple con lo que se le pide, tira de multicopia con frases lapidarias y con mucho artificio. El suficiente para lograr un capítulo venial y entretenido en un inagotable filón de calcos que no quieren cesar.
Amor (re)visado
Upon Entry (La llegada)
Dirección y guión: Alejandro Rojas y Juan Sebastián Vásquez.
Intérpretes: Alberto Ammann, Bruna Cusí, Laura Gómez y Ben Temple.
País: España. 2022.
Duración: 77 minutos.
Con claustrofobia kafkiana y férrea carpintería teatral, Upon Entry apuesta por lo esencial. En menos de 80 minutos radiografía a sus personajes. Tanto a los que son interrogados como a quienes les devoran burlando el borde abisal de la legalidad tolerada y de la (re)presión tolerable. Alejandro Rojas y Sebastián Vásquez diseccionan gestos, palabras, antojos. Desnudan algo que, aunque sabido, no tenemos presente. Puede que no haya secretos para quien desde el poder lo observa todo pero, a veces, no conocemos ni a quien duerme en nuestra cama. Su pretexto argumental se reduce en un par de frases. Una pareja viaja desde Barcelona a EEUU con la ilusión de iniciar en Miami una nueva vida. En el control de pasaportes que se hace en la primera escala en Nueva York, la burocracia del control aduanero lo trastocará todo. En especial, la relación de sus principales protagonistas, dos “emigrantes” en busca de esperanza.
Como el texto obliga a hilar fino, los directores lo hacen bien desde el comienzo: aciertan en la elección del reparto. Alberto Ammann y Bruna Cusí vehiculan los matices necesarios para hacer reales y verosímiles sus personajes, dos víctimas que, tal vez, también arrastran su culpa. Alejandro Rojas y Juan Sebastián Vásquez debutaron con esta introspección sobre las apariencias y la condición humana hace un año. Su primera película formó, junto a otras óperas primas de ese curso, una inconcebible regeneración del cine español. Pero su factura intimista, su dirección sobria y la ausencia de toda concesión, casi dejan sin fecha de estreno una de las películas españolas más sólidas de 2022.En ella sobresalen dos niveles de emisión de sensaciones. De un lado, la cuestión política, la evidencia de que las fronteras se han convertido en territorio minado donde el que llega, lo hace sin garantías ni casi derechos.
Del otro, el proceso interior de sus principales protagonistas. Tal y como se desarrolla ese “laberinto emocional”, se adivina que había muchas zonas pantanosas donde se podría haber encallado. Nada de eso acontece aquí. Cerrada sobre sí misma, cuando el último plano del filme remata la historia, se enciende la hora del debate entre el público. Sin aparentar complejidad, su sencilla historia evita el maniqueísmo, sortea la obviedad y obliga al espectador(a) a completar lo que pertenece al oscuro dominio de lo que se desea.