Decir las cosas claras está difícil. Solo algunos artistas se atreven toda vez que a los humoristas ya les vigilan de cerca. Por eso a uno le hubiera gustado este año darse una vuelta por Arco y dejarse sorprender por alguna de las esculturas, qué sé yo, por la de Felipe VI, por ejemplo. Un tamaño descomunal que competiría en atrevimiento con el David de Miguel Ángel si a Felipe lo hubieran presentado desnudo. Pero no. El pudor o la necesidad de que prenda el fuego con más fuerza han hecho que lo toquen de traje azul marino como un ejecutivo de cuentas cualquiera. Nadie dijo que eso de mantenerse en lo alto del equilibrio monárquico fuera a ser fácil. Tampoco lo habrá sido a Mercedes Milá mantenerse durante cincuenta años en televisión. Medio siglo delante de las cámaras ha hecho de su imagen algo familiar. La hemos visto crecer y envejecer en directo. Pero lo peor está por llegar. Se llama Scott y Milá y lo sacan los jueves en Movistar y coincidió con Gran Hermano. Scott es su perro y el programa un experimento que convierte a Milá en una eterna participante de un Gran Hermano particular que nos permitirá observarla en todas sus fases: desde la más escatológicas -en la primera entrega la vimos llevar sus heces a analizar- hasta las más inestables. Es un programa espejo. Hay que ser muy valiente para enfrentarse a un experimento de este tipo en el que la cámara recoge la intimidad por más que sus creadores digan que es para hacerla universal. Lo íntimo... ¿no debería permanecer en el recinto inviolable de uno mismo? Hay experimentos que hablan de interfaces que conectarán nuestro cerebro con un ordenador para dotarlo de más inteligencia. En realidad todos estos presuntos avances se encaminan a penetrar en lo más profundo de nosotros mismos y mostrarlo. Cuando creíamos que la novedad sería conocer otros paisajes, otros mundos resulta que ahora lo que mola es escudriñar nuestras neuronas y hurgarnos en la pelusa del ombligo.