La prensa italiana -enfadada con los suyos porque eran la selección más potente y corrían en casa, pero ni siquiera habían pillado medalla por sus habituales egoísmos- no sabía ni cómo se llamaba Óscar Freire y lo citaron por su segundo apellido: "Gómez gana en la rueda de la fortuna". "Ciclismo, qué broma: gana Gómez, español desconocido".
Era la mayor sorpresa en el ciclismo desde que el francés Eric Caritoux ganó la Vuelta a España"84 -y en su país tardaron en darle cancha porque se creían que era belga-, porque se supone, y así lo dice la historia con muy escasas excepciones, que en un Mundial gana un ciclista más o menos consagrado.
Pero el tal Gómez se coló en la fuga buena, con fieras de la talla de Vandenbroucke, Francesco Casagrande, Camenzind, Ullrich o el ya talludito Konyshev. Y, cuando se miraban unos a otros, y después de un intento fallido con Camenzind a 3 kilómetros de la meta, volvió a intentarlo a sólo 500 metros. Chente García Acosta, que se había retirado varias vueltas antes y veía el final desde el hotel, gritó: "¡¿Pero a dónde va?!". Y, sin embargo, fue el ataque bueno y le dio uno de esos triunfos que cambian para siempre la vida de un ciclista.
Después, cuando llegaron las explicaciones, la sorpresa se convirtió en admiración: Óscar Freire apenas tenía 23 años, sólo llevaba dos en el profesionalismo y en esa última campaña, la de 1999, apenas había podido competir 11 días por una lesión de rodilla.
Cuando Paco Antequera le hizo un hueco en el combinado español hubo más de una crítica al seleccionador por desperdiciar un puesto con un ciclista tan del montón y que no había demostrado estar en buena forma (en su último test, la París-Tours, había llegado a más de 23 minutos del vencedor). Pero Antequera no lo había seleccionado a ciegas, sino por la insistencia de Javier Mínguez. El viejo lobo del Seguros Vitalicio sabía que tenía en su plantilla al primer clasicómano español. Lo había fichado a finales de 1997, tras ver sus buenas actuaciones en aficionados (como la victoria en el Memorial Balenciaga), y su primera alegría se la dio ese mismo año, con la medalla de plata en sub"23 en el Mundial de San Sebastián"97.
Tras ganar en 1999 en Verona, el pelotón español no podía complacerle ni en lo económico -su caché se disparó- ni en lo deportivo -se sentía obligado a centrarse en las grandes clásicas-, por lo que recaló en el Mapei (y, cuando éste desapareció a finales de 2002, se fue al Rabobank, en el que continúa). Aquel triunfo (y los dos Mundiales más que se apuntó, y sus no menos históricas dos Milan-San Remo) cambió el chip del ciclismo español, que por primera vez pudo decir que brillaba en todos los frentes del ciclismo y no sólo en las grandes vueltas.