En esta vida quienes más daño te pueden hacer son los allegados. A Fabio Quagliarella lo vendió un amigo. Lo mandó al infierno. En las faldas del Vesuvio, en un municipio costero de Nápoles llamado Castellammare di Stabia, nació uno de los delanteros más longevos que ha dado el fútbol italiano y que está de moda a sus 36 años; cuenta más goles que Cristiano Ronaldo o que cualquier otro en la Serie A; de hecho, es el actual Capocannonieri: 21 goles en 27 partidos. Pero fue obligado a abandonar su tierra natal. “Me llamaban infame; cada vez que visitaba a mi familia tenía que esconderme”. Condenado al destierro y la clandestinidad.

Quagliarella, persiguiendo la oportunidad del gol, emigró del calor volcánico a la gelidez alpina. Se crió futbolísticamente en las categorías inferiores del Torino, club que le brindó la ocasión de debutar en la élite del Calcio. Después llegaron una sucesión de mudanzas: Florentia, Chieti, Ascoli y Udinese fueron sus equipos, hasta que el fútbol le devolvió a su origen, el Nápoles que desvelaba sus noches de infancia. En 2010 estaba donde hubiera soñado. “Mi gente es maravillosa, pero no sabía lo que pasó de verdad”. Y esta es la verdad, salida a la luz desde la oscuridad del silencio, cuando su carrera deportiva asoma al epílogo. La vida entre tinieblas.

Al arribar a Nápoles, Quagliarella conoció a un tal Raffaele Piccolo. Ese tipo de amistades que otorgan sentimiento de protección. Un policía. Y qué bien le venía a Fabio. Porque así, su caso era seguido desde el prisma de la intimidad, con ese grado de sensibilidad.

Regresado como parte de la diáspora que fomenta el fútbol, el domicilio de Quagliarella se convirtió en buzón del tipo de cartas que nadie desearía recibir: acusaciones de pedofilia, contrabando, drogadicción, amaños de partidos, asociación a la Camorra? Quagliarella, víctima de la turbia proyección pública de su vida particular, era lo peor que ha parido la sociedad. La cuestión trascendía del futbolista; en ese clima de violencia, Vittorio, padre del jugador, recibía alertas de inminentes atentados contra su descendiente o un ataúd que encerraba imágenes de Fabio. La familia Quagliarella vivía en el infierno. La reputación estaba en el estercolero.

Y claro, el presidente del Nápoles, Aurelio de Laurentiis, sin presunciones de inocencia, no quería escoria humana que infectase su plantilla. Negoció con la Juventus y traspasó el problema al bando contrario. Diez millones de euros de caja y vuelo hacia Turín; Quagliarella se hizo cebra. El eterno rival del Nápoles abría los brazos para acoger en su seno al exiliado Quagliarella. Y la tierra del delantero disparaba su furia contra el traidor. Emigró hacia la opulencia juventina, consideraban los napolitanos, tremendos idolatrando -“Yo he visto a Maradona”, es canto popular-, pero con la ceguera de un fanatismo degenerado en crueldad. “Fui forzado a abandonar mi pueblo natal”, lamenta Fabio, que residió durante sus últimos días en Nápoles en un hotel, de incógnito, refugiado tratando de escapar del foco de los hinchas radicales.

Así transcurrieron los años, con Quagliarella realizando visitas clandestinas a su familia, pero adoptando cariño con sus piernas, perforando redes. Mientras el atacante perseguía el gol, Piccolo rastreaba las amenazas. Se suponía. “Nos decía que no tocásemos las cartas, que él se encargaba de la investigación. Nos pedía que no informáramos a nadie. Siempre decía que estábamos cerca de descubrir al culpable. Ni mis hermanos sabían lo que estaba sucediendo”, relata Fabio, que invocaba al silencio.

Hasta que Vittorio, tan harto como extrañado de la inoperancia policial, se personó en la comisaría. No había denuncia alguna cursada. Las sospechas se centraron en Piccolo, que, desenmascarado como extorsionador, en 2017 fue condenado a más de cuatro años de prisión. Fue entonces cuando Italia supo la verdad. Quagliarella se resarcía; Nápoles, confundida, exculpaba a su hijo con el perdón, que no es regenerador, pero al menos convierte la crueldad en compasión. “Sin todo esto, seguiría en Nápoles. Allí solo marqué once goles pero para mí fueron como 100”, evoca Fabio. Habla su corazón napolitano.

Durante este tiempo de maquiavélica imposición, Quagliarella dejó la Juventus para militar en el Torino y después en la Sampdoria. Es precisamente en este último club en el que vive desatado. Coincide que después de descubrirse su calvario ha alcanzado su mejor registro goleador; su techo eran 17 tantos en la campaña 2003-04, hasta llegar a la Sampdoria, donde firmó 19 goles en la 2017-18, mientras que en la presente temporada escala su rendimiento.

La verdad ha llegado a tiempo, antes de su jubilación. En la actualidad, a sus 36, monta a lomos del juventino Cristiano Ronaldo, la sensación del campeonato. Si el portugués lleva 19 goles con el equipo líder de la Serie A, Fabio cuenta 21 dianas y 7 asistencias con el noveno clasificado. Este curso ha igualado el récord del argentino Batistuta, que en 1994 marcó en once jornadas seguidas con la Fiorentina.

El momento que atraviesa Quagliarella le ha impulsado a la selección italiana. No era convocado desde 2015 y no participaba desde 2010; el pasado sábado volvió a tener minutos con la Azzurra y el miércoles marcó dos goles -ambos de penalti-. “En el infierno que has vivido... enorme dignidad. Nos abrazaremos, Fabio, hijo de esta ciudad”. La afición napolitana trató de redimir sus pecados cuando la Sampdoria, Fabio, visitó San Paolo. Nunca es tarde. Quagliarella, persona con corazón, concede el perdón por el infierno.