Nos lo acaba de recordar el buen amigo Hugo Zarratea desde Argentina (ahora vamos de un país a otro que ni te enteras), por más que ya teníamos noticia y lo hemos comprobado (visto) y sufrido. Se trata del llamado síndrome de las ventanas rotas o de la ventana rota en singular, aunque al final todas acaban igual. Igual de rotas se quiere decir.
La teoría o el síndrome tiene ya sus años, desde que en 1969 lo experimento, analizó y expuso en la Universidad de Stanfford el profesor y experto en psicología social Philip Zimbardo. Consiste en dejar dos autos (en realidad, basta con uno) abandonados en la calle, uno con una ventana rota y otro con las ventanas intactas, dejar pasar los días y observar cómo se van produciendo los acontecimientos, de forma paulatina, progresivamente, pero siempre (casi) con idénticos resultados.
En unos días, el coche de la ventanilla rota se verá con todas en el mismo estado, con las ruedas pinchadas (si no se las llevan) y sin llantas, por descontado que sin radio, sin espejos retrovisores (o rotos), puede que sin motor, con los asientos desvencijados, las puertas arrancadas y hecho una ruina, listo para ir derecho al vertedero. El otro, el de las ventanillas enteras, permanecerá intacto pero, desde el momento en que alguien rompa uno de sus cristales, tiene los días contados.
El experimento de Philip Zimbardo tenía otras connotaciones. Uno de los coches, el de la ventana rota, se abandonó en un barrio pobre, y el segundo en otro barrio tranquilo, de clase alta y acomodada. Inicialmente, el auto del barrio pobre fue vandalizado y el del barrio rico permaneció intacto, ...pero sólo hasta que alguien rompió el cristal de una ventanilla, y terminó exactamente igual que el primero.
Todos hemos visto algo así en algún momento y lugar, no sólo con automóviles sino con casas de mayor o menor calidad, incluso en edificios de gran porte, como en el colegio de los franciscanos conventuales que existió en Elizondo (en su interior, hasta hubo incendios) y aún de forma más reciente y dolorosa en el antiguo colegio de los padres capuchinos de Lekaroz, donde lo que se dejó en la excepcional biblioteca acabó (hay una foto horrorosa) por los suelos y destrozado. Un coche abandonado transmite una "idea de deterioro, desinterés, despreocupación", rompe códigos de convivencia, ausencia de ley, normas, reglas, de que vale todo, según la teoría.
Con los carteles, pancartas y pintadas, en aras de la libertad (¿?) de expresión suele ocurrir (ocurre) otro tanto, y no sólo eso sino que, en más ocasiones de las que se cree, gozan de una calculada, perfectamente planificada permisividad. Y no digas que las quiten, so fascista, que eres un fascista.