en nuestros vallecitos hay topónimos que me encantan, bien por la belleza/sonoridad de su nombre bien por cuanto sugieren o trasmiten. Así, pozo de la Mora, peña del Gato, Piedramillera... camino del Pito o tantos otros que nos remiten al euskara (la nómina es enorme y del asunto trataremos en otro momento). Pues bien, en los caminos que llevan/pasan por Remojapan, había hace más de cincuenta años y en uno de sus pueblos, cuando en este rincón estellés que mira al Ioar y Codés o más allá de Monjardín se daban más las escaseces que la hartura, floreció un bardo popular, un vate de circunstancias, un coplista singular.

Javier o el Poeta, tal como se llamaba y le apodaban, solía darse una vuelta ya de anochecida por la taberna del pueblo. Y a cambio de un vaso de vino de la tierra y unas bidijas de bacalao o un platillo de olivas con aliño de temporada, improvisaba sus elementales e improvisados ripios cerca de la barra, entre la admiración de los deslomados aunque risueños parroquianos y el humazo de leña todavía húmeda y el tabaco de liar rebosante de estacas.

-Javier, invéntate una poesía.

El rapsoda miraba tan desangelado mostrador, dando a entender que tal vez le vendría la inspiración con otro clarete de El Busto o Los Arcos por delante. Al servirlo el tabernero -Rafa, hasta arriba que no te arruinarás-, lo tomaba con decididos movimientos, para catarlo sin premuras y chasquear la lengua como un perrito, si es que el vino había sido de su agrado. Era el mágico momento. Los presentes formaban corro a su alrededor, y él se sentía protagonista y admirado como no lo fuera nunca ni siquiera anciano secretario, que utilizaba palabras de cien pesetas y que casi nadie entendía pero parecían decir cosa importante.

Javier, tras repetir mentalmente los versitos ensayados en la huerta y contar las silabas con los dedos, casi seguro ya de no trabucarse, se abrió de blusa desgastada en presencia de los suyos con una loa a la belleza femenina, que habría sido la envidia del mismísimo Machado.

“La mujer es siempre hermosa, como el clavel y la roja rosa,El labrador la ve pasary no la deja de mirar”.

¡Ahí queda eso!, jaleaba un ferviente vecino del poeta quien, aquella tarde parecía tocado por las musas de Petrarca, Bécquer y Neruda juntos. Pero a sus admiradores les supo a poco este piscolabis, y reclamaban algo de mayor enjundia, doble intención y fundamento.

-¡Tírate una de las buenas!, que estamos los cabales.

Las «buenas» eran -sobra decirlo-, esas que caldeaban los ánimos o provocaban una risotada; pero el vate debía administrarlas con cautela y sin excesos, consciente de que, en años de censuras, calabozos y orden nacionalcatólico, no estaba el raposo para jotas ni pasodobles agarraos.

Una vez comprobada la ausencia de moros en la costa, y ya casi achispadillo, Javier redujo un punto el diapasón, por si le salía la criada respondona o se presentaba el alguacilillo, y se descolgó con un pareado no muy bien medido -las improvisaciones gastan esas malas pasadas a los versificadores- que, sin embargo, todos palmotearon a rabiar.

“Y con buen arte y disimulo,

le pego un pellizquico al culo”.

El poeta sabía dosificar aquellos inocentes desahogos, y solo se arriesgaba hasta los límites tolerados por la decencia y el decoro. Pero, a veces, no estaba mal visto echar el carro por pedregal, en señaladas ocasiones como las Fiestas patronales, cuando incluso las mozas más formales y juiciosas bajaban la guardia con esos abrazos templados y turbadores que llegaban por mayo, en que corría con largueza el tintorro ribero y el clarete de la zona, y a cualquiera se le podía calentar la boca sin mover a escándalo.

Llegada la hora de regresar a casa, también se habían escuchado las joticas verduscas del Ripa y nuevos ripios de Javier. Todos salían contentos por la puerta y varios hasta caminaban con los pies redondos. Incluso, algún mozo viejo había aprendido más ese día que durante una semana de escuela..., además sin moverse del pueblo ni viajar a Salamanca. Mañana sería otro día y les esperaba larga y dura jornada.