Murchante no era muy diferente a otras localidades riberas durante la Segunda República. La cuestión agraria, con muy pocas tierras de cultivo, y la religiosa marcaban las discusiones en calles y bares. Lo que diferenció a Murchante fue la presencia de Pedro Legaria, una persona muy influyente y de gran prestigio en un pueblo muy religioso donde las medidas laicas del Gobierno suponían constates enfrentamientos.

En el libro De la esperanza al terror, se narra cómo en esta localidad más de 200 personas salieron con armas a las calles a defender a los jesuitas cuando corrió el rumor de que gente de Tudela venía a por ellos después de su expulsión de la capital ribera. Cuando el Gobierno decretó la eliminación de los crucifijos de las escuelas, los maestros, y especialmente las maestras, fueron golpeados.

de madrugada La presencia de falangistas de otras localidades era habitual y el 19 de noviembre una niña oyó en un pueblo cercano a unos hombres que iban a ir a Murchante "a matar gente", cosa que le dijo a su padre y que comentaron a Hilario Chueca, sin que prestara demasiada atención. Así decidieron unos nombres como cabezas de turco para crear un escarmiento en Murchante, eligiendo a siete que habían pertenecido a sindicatos, agrupaciones o cargos públicos relacionados con formaciones de izquierdas, con la sociedad La Peña y con UGT. Van a buscarlos casa por casa y los reúnen en el Ayuntamiento, montándolos rápido en un camión y llevándolos a la cárcel de Tudela.

En Tudela permanecieron pocas horas porque se enteraron de que se estaban haciendo movimientos para tratar de conseguir algún indulto. Con el frío de la madrugada de un 20 de noviembre, los llevaron hasta Fustiñana, sin dar tiempo a que nadie pudiera dar orden de liberarlos.

Entre los elegidos se encontraban Hilario Chueca Ayala, de 50 años, casado y con tres hijos (uno de ellos militar del bando nacional); Roque Jarauta Chueca, de 57 años viudo y con dos hijos, propietario del bar La Amistad; Genaro Ochoa Lorente, soltero de 31 años jornalero; Julio Orta Simón, de 59 años, casado y con 7 hijos, panadero y estanquero; Antonio Pérez Ullate, soltero de 32 años, jornalero y presidente de la UGT; Ricardo Rosel Aguirre, de 70 años, viudo con 6 hijos y secretario del juzgado; y Mauricio Simón Arriazu, de 28 años, el más joven, soltero y jornalero.

La última persona que los vio con vida, según narra Lara Bartos en su libro, fue un pastor de Murchante que vivía en un corral de ganado por el que pasó el convoy de noche que les llevaba a la muerte. Escuchó la voz de Roque que les decía a sus compañeros "vamos a despedirnos que...". Ya no pudo seguir por la emoción y sus compañeros no le contestaron, probablemente demasiado abatidos para hablar, viendo muy cerca su final. Bartos narra cómo "este vecino nunca quiso hablar con las familias de los asesinados de lo que vio y escuchó". Nunca hubo comunicación de sus muertes, ni del lugar donde les fusilaron. Sus familias solo hablaron de ellos en la intimidad.

Casi 70 años después, el empuje de Antonio Bartos (sobrino de Genaro) dio con el testimonio de Santiago Íñiguez en Fustiñana, cuya familia llevaba años explotando el terreno donde se encontraba la fosa. Su tío, que era el que cultivaba, siempre les había dicho que no profundizasen mucho al arar en una zona porque ahí se encontraban "los siete de Murchante".

Tras varios intentos, el 2 de octubre de 2005, la Sociedad de Ciencias Aranzadi, de la mano de la Asociación de Familiares de Fusilados de Navarra, dio con los restos de los siete, apiñados unos encima de otros en una fosa. El tiempo volvió atrás, a aquella madrugada del 20 de noviembre, "¡ya están aquí papá!" dijo Lara a su padre Antonio que durante décadas había buscado a su tío.

"El propietario decía 'no aréis profundo que están los 7 de Murchante'"

"Un pastor les vio y oyó a Roque en el camión decir 'vamos a despedirnos'"