uizá algunos aún conserven en su memoria las extrañas estructuras metálicas que, a mitades del pasado siglo, descollaban en las cumbres del Pirineo navarro, sobre las que no han dejado de circular mil y una leyendas. Otros, sin embargo, creerán que eso jamás existió.

La realidad es más prosaica. Tras la derrota del Eje en la II Guerra Mundial, Europa se preparaba para un largo purgatorio posbélico que culminó en la Guerra Fría, período tenso e inestable que se asentó sobre los escombros de lo que alguna vez fue el Viejo Continente. En verano de 1945, los sumos sacerdotes de la contienda (Truman, Churchill y Stalin) se reunían en la Conferencia de Potsdam para fijar las bases de un nuevo orden mundial y, de paso, repartirse los despojos de Alemania. Pero las chirriantes diferencias entre los bloques angloamericano y soviético, desembocaron en dos posturas irreconciliables que han perdurado hasta nuestros días.

En una esquina del mapa europeo, España vagaba como una suerte de balsa a la deriva. El régimen franquista, condenado al ostracismo internacional por su colaboración con la Alemania nazi y la Italia fascista, había sido excluido del Plan Marshall y el Pacto Atlántico. Pero Realpolitik es Realpolitik, y ante el beligerante escenario entre Occidente y la Rusia estalinista se tuvo que revisar el aislacionismo ibérico. De ese modo, España pasó de ser un vecino apestado a amigo preferente de los Aliados, y todo gracias al ferviente anticomunismo dispensado por el Caudillo y, naturalmente, a la situación geoestratégica de la Península en el nuevo marco Este-Oeste, lo que hizo que la visita del tío Sam no se hiciera esperar.

En 1953, el republicano Dwight D. Eisenhower y el apostólico Francisco Franco firmaban los Pactos de Madrid, por los cuales EEUU tenía carta blanca para instalar en el solar patrio cuatro bases militares (Rota, Morón, Torrejón y Zaragoza) y la cláusula secreta de actuar libremente en todo el territorio nacional ante una hipotética agresión soviética. Este anexo, casi irrelevante, daba un nuevo giro a la política internacional, en la que el Gobierno español apenas fue un convidado de piedra, y todo a cambio de trigo, gasolina y cine de Hollywood.

A partir de ahí, no tardaron mucho los Escuadrones de Alerta y Control (EAC) en desplegarse por la geografía ibérica (Zaragoza, Toledo, Alicante, Baztan...) como parte de la defensa aérea europea coordinada por la USAF, bajo mando de la OTAN (si bien el referéndum de adhesión con este organismo se firmó el 12-III-1986). El plan estratégico incluía la creación de una red de alerta y control del espacio aéreo español, que de facto era norteamericano.

A un palmo de la frontera y a dos de Elizondo, en 1954 se empezó a construir la estación de comunicaciones de Gorramendi sobre 56 hectáreas expropiadas, 22 en el collado de Intzulegi y 34 en las cumbres. Según el gusto americano, su arquitectura se asemejaba más a un moderno centro hospitalario o a campus universitario que a una vetusta instalación militar. En tanto que las cimas, al igual que ciclópeos santuarios megalíticos, alojarían cuatro antenas troposféricas en el monte Gorramendi (1.071 m); y dos radares en el Gorramakil (1.086 m), uno de exploración, el AN/FPS 20, y otro para el cálculo situacional del objetivo, el AN/FPS 6. Ambas estaciones conectadas a la Red 486L entre Ringstead (Inglaterra) y Humosa (Madrid).

El abrupto acceso al lugar hizo necesario el asfaltado de una estrecha carretera de once km desde Otsondo hasta Gorramendi para permitir su construcción. El complejo militar sería el hogar del 877º Squadron Warning Control W-6, donde la unidad 877 se encargaría de los radares, y el destacamento Nº5 1989CS, del manejo de las troposferas. Los radares estuvieron en activo desde 1959 hasta finales de los 60, mientras que las pantallas troposféricas alargaron su vida hasta 1974, año en el que todo el complejo fue desmantelado y dinamitado por los americanos, con toneladas de escombros abandonadas a su suerte hasta fechas recientes.

Desarrollada en la década de los 50, esta tecnología permitía la comunicación militar para la detección e interceptación de objetivos hostiles, hasta que los satélites espaciales reemplazaron su uso veinte años después (Guerra de las Galaxias de Reagan). Su misión era coordinar la información estratégica entre la OTAN y su red mediterránea, al enlazar las defensas de Reino Unido, España e Italia, la más larga de la Alianza Atlántica. La seguridad de las instalaciones era competencia de personal estadounidense y de una dotación española del Ejército del Aire. Al otro lado de la muga, concretamente en la cima del pico Artzamendi, se alzaba otra estación troposférica con radares franceses en línea con su base gemela en Portugal, hoy también clausuradas. Europa se preparaba para una complicada defensa ante la amenaza soviética que, tras la muerte de Stalin en 1953, estaba lejos de remitir. Tanto así que con el aventurero Nikita Jrushchov en el Kremlin, nada hacía suponer que el enfrentamiento Este-Oeste tuviera visos de desaparecer. Muy al contrario, el actual conflicto entre Putin y Biden por la suerte de Ucrania, no es sino el eterno retorno de la Historia.

Para ello, nada mejor que recurrir a un testigo de los hechos. Mikel Soro, periodista donostiarra que conoció de cerca la intrahistoria de la base, era entonces un recluta al que no le quedaba más remedio que chupar mili en este remoto paraje del Pirineo navarro.

Por lo que relata, en la base había unos ochenta soldados. Las guardias se hacían con correaje y cetme al hombro durante una semana, con tres horas de garita cada doce. La siguiente semana tocaba retén, esto es, escaqueo por Arizkun, Maia o Elizondo. Y la tercera, de permiso a casa. Durante sus guardias en la entrada, recuerda los espacios ajardinados con aparcamientos y los flamantes edificios para el personal estadounidense, calentados con una potente calefacción. La guarnición española ocupaba una vivienda con habitaciones de tres literas dobles y seis taquillas con candado. Detrás, estaba el polideportivo con cancha de tenis y baloncesto, junto al camino que ascendía al Sistema de Comunicación Troposcatter en lo alto del Gorramakil, vallado y protegido por vigilancia eléctrica. De hecho, más de una oveja y alguna vaca despistada se pegaron un buen calambrazo al tocar la alambrada mientras pastabaN.

Apunta Mikel que el acceso al interior del centro de control estaba rigurosamente prohibido, pero entre el personal yanqui había un oficial de Texas de origen mexicano que hablaba español, y un día le mostró los sótanos -con un ruido ensordecedor a pesar de llevar orejeras de protección- donde se hallaba el secreto mejor guardado: el núcleo atómico que abastecía de energía nuclear a todo el complejo, dado que era imposible llevar hasta allí arriba un tendido eléctrico capaz de suministrar la corriente necesaria para una base de estas características, máxime en esas fechas, cuando lo que estaba en juego era el estallido de un nuevo conflicto mundial.