Ya lo dijo hace unos meses un cantantillo andaluz, “Tudela es el último bastión de la españolidad en Navarra”. Entendiendo por España esa nación única, de bandera, misa y olé.

Comenzamos disfrazando la capital ribera y retrocediendo unos cuantos siglos a un poblado medieval, con la diferencia que en pleno siglo XXI, solo hemos contemplado tres colores. Ver una bandera no me produce urticaria. Soy orgullosa tudelana, navarra y española. El problema reside cuando un trozo de tela no deja mirar hacia el cielo.

Cuándo se ha oído a Manolo Escobar afinando un “Qué viva España” momentos antes del cohete. Dónde quedan esas jotas tan nuestras como “Navarra tiene cadenas”. Es una pena que se pretenda suprimir esa tradición navarra que nos guste o no, llevamos impregnados en nuestro ADN y en nuestra lengua.

Las fiestas en honor a Santa Ana y posiblemente, mucho antes de que esta existiera, dedicadas a algún dios pagano, eran una celebración en agradecimiento por su protección, por la cosecha y en definitiva, por la vida. Este mensaje, en estas fiestas tan deseadas, se desvirtúa y deja muchos interrogantes de la sociedad que estamos creando. No hay más que darse un paseo por el Casco Viejo de madrugada o ya entrada la mañana. Las calles que rebosan historia y patrimonio, se convierten auténticos meaderos y basureros. Cristales rotos, plásticos, tampones y compresas usadas, preservativos y mierda. Las pocilgas huelen mejor.

Siete noches en vela (la última tras el desfase del sábado, muchos bares nos la perdonaron a los vecinos) tratando de calmar los nervios que producen el ruido, ni fiesta ni música, y superando los 85 decibelios haciendo temblar los cimientos y cristales de los hogares. Más de ocho horas esperando la luz y la frescura del día al poder abrir las ventanas, con los sonidos de los txistularis y las cuadrillas que van a almorzar de fondo.

Es preocupante que no exista una evaluación de riegos para la salud y se haga el control y mediciones adecuadas durante las noches. De qué nos sirve enaltecer banderas, pretender imponer una identidad única, ignorando una realidad multicultural mientras se eluden conflictos que son necesarios abordar para vivir y convivir en paz. Problemas como el ruido, la limpieza y el civismo cualquier ciudad que se llama así misma capital, debería saber gestionarlo o al menos, intentarlo.