Comienza la aventura, y repetimos Josetxo, Gabino y yo en este nuevo viaje. Desde que comenzamos en ello han pasado unos pocos meses, y ya antes de Navidad olía a ser el último que íbamos a coincidir este trío. Es la cuarta vez que me acompañan, y la solicitud es que sea lo más amplio posible, así que si vamos a ver diez ganaderías mínimo, hay que ir de ruta más días. Y sin grandes kilometradas. Nos hacemos mayores. Está claro.
Dicho esto, con total tranquilidad viajamos a Salamanca a pernoctar y empezar el día siguiente la primera visita. Y con el coche a rebosar, porque no sólo llevamos maletas y chistorras de mi pueblo. A las ricas viandas de Arrieta, añadimos más cosas, entre encargos y fiestas que nos esperan en los próximos días, porque pasan las décadas, y a pesar de intentar ser lo más ecuánime en esto de la crítica, guste o no, el respeto por la gente que trabaja en el campo, mimando y cuidando al eslabón más débil de la fiesta, además del amor que me produce tal totémico animal, el recibimiento y trato de todas las casas son dignas de mencionar.
Y lo hago antes de saber qué va a pasar en la primera, a la cual pasábamos de largo, como si no diéramos importancia al festejo que no fuere integrante de la Feria del Toro en sí. De los de a pie. Cuando, por contra a ello, y gracias al maestro del toreo a caballo, único en la historia, Pablo Hermoso de Mendoza, el 6 de julio en Pamplona no solamente es el día del Chupinazo, también el de no hay billetes en la Monumental. Y esos son los toros y el hábitat en el que viven lo que debemos reconocer. Pero salir de picoteo frugal por la hermosa plaza Mayor junto a amigos que el toreo nos ha unido es un principio excepcional del ciclo.
Fue a la mañana siguiente, bien desayunados, cuando echamos a rodar camino de nuestra primera casa. Viajamos a Espino Raspado, finca donde el Niño de la Capea lleva unos cuantos lustros de ganadero, confiando siempre en el encaste Murube, que por su condición es el preferido por los caballeros rejoneadores. En la hermosa Salamanca rural, llena de tapias de piedra, tierra fría y adusta, nos recibe el maestro. También aprovecha la visita nuestro amigo Víctor Soria, que se viene con una compañera cámara para hacer reportaje, y mientras Pedro hijo termina de cambiar de cercado un lote de este año, nos tomamos un café en casa de su padre en amigable charla, como siempre que nos juntamos en Pamplona, recordando historias y anécdotas vividas, amigos que se nos fueron e historias del toreo. Y es que el maestro Capea tiene unas pocas que serían dignas del mejor libro. Sobre todo las vividas allende los mares. Rato de nuestro encuentro no falta el querido Pedro Bañales, gran amigo de nuestro anfitrión, que durante la visita nos contará cómo le ayudó a transformar ese, en principio terreno baldío, hábil para ovejas y cabras, en el espectáculo de finca que tiene en la actualidad. Y es que la finca es un lujo. En cada esquina ves el esfuerzo y trabajo realizado por la familia en un sitio, que como después comentará su hijo, te engancha y no quieres dejar de estar.
Llegada la siguiente generación, también matador que se llama El Capea en los ruedos, para aquellos menos doctos en el tema, y dados saludos y presentaciones, nos movemos por las cercas viendo los negros toros de esta casa, que aún están con los pelos del invierno, encogidos por el frío, y a la vez bien presentados.
El día no termina de levantar. Lo hará al mediodía. Pero a esas horas la niebla ocupa parte de la foto. Y es entre el gris y el verde pálido donde resaltan lotes negros separados en cada cercado según su lugar de destino.
Viajamos con Pedro hijo que nos va contando las salidas del año. Siete festejos mayores, amén de algunas novilladas, con plazas de primera como Valencia, que llega enseguida, Madrid o Pamplona. Cuatro serán para el arte del rejoneo, entre ellas la del día 6 de julio, y tres para toreo a pie. “Esa de ahí nos la ha pedido Morante”, nos dice, pero sin definir plaza.
Y vamos llegando al culmen que aquí nos trae, que no es otra que la de casa. Diez animales apartados que si hiciera falta echar mano de alguno, saben que del lote de Madrid, del 17 de mayo, sobrarán seguro. “Esperemos que no sea el que se nos ha arrancado”, le digo entre risas, porque algún momento de apuro nos ha tocado a pesar de ir con el coche conocido. “Ese se arranca muchas veces, así que a ver si hace lo mismo al caballero en la plaza”, es la lógica respuesta. Los toros se ven fuertes, como se dice en el argot, porque, como decía, salvando por los pelos del invierno, están para salir ayer. De hecho, en nuestra discusión sobre los posibles pesos, desde el otro coche el maestro nos dice que se acercan a los seiscientos la mayoría de ellos, o sea, que están hechos. Y eso está bien, nos cuenta, porque los van a mover ahora más, y si hay suerte con el agua en abril y mayo van a llegar increíbles a la tarde del Chupinazo. Ojalá.
Terminamos picoteando en la casa en amena tertulia y les dejamos, que nos toca comida con Cañamero y Soria, a la cual llegamos tarde. Y es que el exquisito día, el privilegiado trato de una familia que nos ha dado uno de esos de recordar, no sólo es para guardarlo, sino para reconocérselo.
Buen principio de viaje que rematamos en un buen restaurante a la salida de Salamanca a Cáceres, donde entre viandas ricas y muchas confidencias nos dicen que será La Glorieta de Salamanca donde se lidie seguramente la corrida de Morante de la Puebla con los murubes del Capea. Estaremos atentos.