ola personas, ¿cómo lo lleváis?, ánimo que una semana más es una semana menos y aquí hay que agarrarse a un hierro ardiendo para poder templar la moral que ya empieza a levantar el dedo para pedir la palabra. Chissst, calladita estás más guapa. Todo pasará.

Bien, esta semana pensaba haber seguido paseando por mi archivo de papel pero el destino me ha llevado por caminos del pasado que no estaban olvidados, ni mucho menos, pero que estaban en un estante muy alto de la estantería del trastero de la memoria.

Quien me conoce sabe que la fotografía es mi mayor afición confesable, a ella he dedicado desde los 15 años muchas horas y mucho interés, a cambio ella me ha divertido y me divierte lo indecible y hoy, con su testimonio, me devuelve ciento por uno.

Hace ya tiempo que me compré un escáner para poder volcar al ordenata los miles de negativos y dispositivas que por ahí tengo bien archivados. Los primeros me están llevando años escanearlos uno a uno pero ya tengo prácticamente el 80% digitalizado; no así las segundas, las diapos; empecé pero no me gustaba el resultado, los colores salían muy falsos y las pocas que hice acabé archivándolas en B/N porque, con esos tonos que el escáner me daba, en color no valían nada de nada. Así que abandoné la empresa.

Pero€ hete aquí que el encierro agudiza el ingenio y el otro día me inventé un artilugio para reproducir transparencias que funciona de maravilla. La cosa es "muy complicada": se toma una caja de cartón, una de sobres de Paracetamol va bien, se le corta una ventana grande en la base y se tapa con papel cebolla o cualquier cosa que sea traslucida, en el lado contario abrimos una ventana un poco mayor que los 24 x 36 mm que tiene una imagen de paso universal, se pone la caja sobre una fuente de luz fría, se centra bien la diapositiva en su ventanita y se fotografía con el teléfono: calidad incontestable, casi no hay ni que editarlas, estoy encantado.

Bien, el caso es que en vez de empezar por mis diapositivas empecé por las de mi padre y, como podéis imaginar, ahí ha salido toda mi infancia.

De entre todas las situaciones que aparecen en dichas fotos hoy me voy a detener en algo que ha revolucionado mi máquina de aflorar recuerdos: nuestros veraneos en Ezcároz.

Empezaré por el principio. A mi padre no le gustaba la playa y en casa mandaba él y su mujer aplaudía, ella era su fan número uno, así que tras unos años veraneando en Deba nos cambiamos a la montaña; buscaron algo y Lidia, una conocida de la familia, le habló a mi madre de unos tíos suyos que nos alquilarían una casa en Ezcároz, en el valle del Salazar. Llegaron a un acuerdo y para allí que nos fuimos por primera vez en el verano de 1966 y por última en el del 71. Los señores de la casa efectivamente nos alquilaron unas habitaciones pero€ ellos no se fueron de su casa, vivían con nosotros, eran el señor Felipe Tolosana y su mujer la señora Patro. Eran encantadores, respetaban nuestro espacio vital y físico y que estuviesen allí no era ninguna molestia. Él era un sabio, recuerdo que padecía de la tensión y lo regulaba con unas infusiones de visco que él mismo recolectaba en el bosque; era leñador y se iba al monte de madrugada con su comida, su frasco de visco y su bota de vino de 3 litros que siempre bajaba vacía, pero ¡ojo! yo jamás le vi ni un pelín bebido, siempre educado y amable. También era gran pescador. Ella trajinaba su casa y sus cosas, su huerto y sus gallinas, su oveja y su cordero Pipo al que nos dejaba dar biberón porque la oveja, no sé porqué, no lo alimentaba. La pareja acabó su vida laboral en Pamplona ejerciendo de porteros en una casa de la calle Ansoleaga.

Casa Tolosana estaba en una calle sin salida cerca de la carretera, a su izquierda estaba casa Eseverri, los abuelos de la pelirroja Mª Eugenia, y enfrente casa Roda, Marcelino, que eran industriales, tenían una fábrica de pinzas para la ropa y de mondadientes y también hacían palos para polos. Eran dos familias que te hacían sentir en familia.

Saliendo a la carretera, dirección Ochagavía, recuerdo el coqueto jardín de la casa de Menchu Sagardoy en la cual estaba la tienda, así en general, "la tienda", allí se vendía de todo, desde unas layas a un kilo de alubias, desde un esportizo a una herrada, o desde un serón a unas alpargatas, el olor lo reconocería al instante. Dándonos la vuelta y tomando dirección Pamplona estaba el bar de la Paca, luego se llamó bar Sol, y un poco más adelante el bar de Modesto donde vi la llegada del hombre a la luna, no en directo porque fue de madrugada pero lo vimos por la mañana. El señor Felipe no se lo creía: ¡quiá! -negaba categóricamente- quite, quite, y€ si es verdad -le decía a mi padre- no quiero saber nada de ir a la Luna, yo estoy mejor en mi cocina. El bar de la Paca era punto de vermú dominguero después de oír la misa que celebrada el inefable Don Agustín, preconciliar sacerdote que negaba la comunión a aquellas que no observasen la debida compostura en el vestir. El templo se ocupaba por separado, las mujeres a la izquierda y los hombres a la derecha, éstos más cerca de la puerta para salir a echar un flajo durante la homilía. Saliendo de la iglesia a la izquierda había una casa aislada que era la casa del médico, un señor llamado Pablo Urra al que mi madre llamaba tío aunque no lo era. Su hija Anamary solía venir con nosotros al río. Los baños fluviales de esos veranos marcaron en mí el amor que les tengo a los ríos y a bañarme en ellos, me encanta, todos los veranos busco un par de días para darme un chapuzón en alguna poza y le saco chispas.

Más adelante recuerdo el gran caserón con su gran jardín, de la señora Gaspara Miqueleiz, tía de Menchu la tendera, donde alguna tarde me invitaron a jugar unos chicos que venían de Madrid; enfrente las escuelas; recuerdo a unos gemelos y al Bolo, niños del pueblo que me apodaban Fuché; a Jacinto Mancho el carnicero, que había sido compañero de mi padre en la mili; recuerdo las fiestas con su baile en la plaza en el que cada dos por tres sonaba, la archiconocida Delilah, de Tom Jones, que todos coreábamos€ meeee deeeejóooo Yulailaaaaa€; recuerdo un árbol que desafiaba a la ley de la gravedad a la orilla del río y al que yo subía con mi caña para bañar la lombriz; recuerdo los paseos al atardecer hasta Ochagavía, pueblo del que desciendo por mi bisabuela Melchora Argonz Orduna, por la carretera que discurre pareja al rio Salazar al que el Zatoya y el Anduña le acaban de dar la vida.

Ochagavía era más cosmopolita y por ella nos paseábamos los veraneantes y tomábamos un Kins en el frontón. Recuerdo las romerías a Muskilda y a la virgen de las Nieves, las tardes en Jaurrieta merendando en Remendía, las fresas silvestres que aparecían por castigo, la electricidad que se iba con frecuencia porque fallaba la mini central eléctrica que había al lado de la panadería junto al río, las excursiones a Lazar, a Belagua, al Orhy , tantas y tantas cosas, tantos y tantos sitios.

Pero sobre todo recuerdo que siempre íbamos protestando y sin embargo cuánto agradezco ahora haber vivido todo aquello.

Bueno hasta aquí por hoy, os recuerdo que abajo viene mi mail y que estos días de confinamiento me encantaría que me escribieseis para decirme lo que sea, que os gustan mis paseos o que no, o que visite este o aquel lugar. Una cosa os prometo: contesto siempre. A mí también me gusta saber de vosotros. Sed pacientes. Yo me quedo en casa.

Besos pa tos.

Facebook : Patricio Martínez de Udobro

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