El tiempo está en sus manos. Y no solo porque ya casi peina 74 primaveras (las cumple este sábado), sino también porque atesora una importante colección de relojes, con piezas valiosísimas para expertos. en la materia, o simplemente impresionantes para cualquiera, a los que él les devolvió la vida. Juan Lizasoain Pérez, nacido en Beintza-Labaien (Malerreka) guarda en su casa artilugios que, a buen seguro, en su día dieron horas importantes, o marcaron la cuenta atrás de citas románticas, de adioses o de tragedias, que nunca se sabe.

Su antología del tiempo se compone de unas 60 piezas que marcan el devenir del tiempo, como relojes de péndulo, de carrillón (de esos que tocan cuatro veces a la hora) de pared, de ojo de buey, de sobremesa... Y alguno de ellos (no todos, porque no quiere desprenderse de la mayoría) pueden ser adquiridos por el público (659 281 870). Pero, además, su colección incluye otras piezas con historia, porque el universo de Juan Lizasoain es infinito: "En Donamaria tengo un almacén de antigüedades con muchas más cosas", dice. Este septuagenario será en este momento el mayor coleccionista de relojes de Navarra y, probablemente, de mucho más lejos.

Nieto de Paca, la que fue maestra de Saldias, Juan siempre ha sido un chaval inquieto, como su abuelo: "Se llamaba Gregorio Pérez y fue secretario del Ayuntamiento de Saldias, pero también practicante, barbero, zapatero...". Y así acabó siendo Juan, un todoterreno: "Me crié en la tienda de la familia, porque mi padre murió cuando tenía tres meses y mi madre se puso al frente del negocio", el comercio Vda. de Lizasoáin, un colmado donde se vendía desde clavos hasta tiritas. Estudió después en Pamplona, en el Seminario hasta Bachiller ("porque así se nos garantizaba escuela, comida y cama") y en Donostia hizo perito industrial: "Me cogieron en la Fábrica de Armas de Andoáin, pero duré solo seis meses". No podía parar quieto y acabó formándose en Madrid para profesor de autoescuela: "Así estuve durante 45 años", al frente de la Autoescuela Mendaur de Santesteban, donde "he sido feliz", dice.

RELOJERO POR AFICIÓN

Un espíritu tan emprendedor tenía que tener alguna afición más, y en el caso de Juan fue coleccionar relojes: "Empecé porque el relojero de Santesteban no quería morir sin enseñarle a alguien el oficio", dice. Se refiere a Joaquín Ariztegi, que acabaría siendo su maestro relojero: "Como yo tenía bastante afición a la mecánica, pues me enseñó", recuerda y añade que "compré los dos primeros relojes en Toulouse, por el año 1975. Me habrían costado unos 500 francos. Estaban metidos en un armario hechos un asco, pero me los traje a casa, los arreglé y funcionaban. ¡Y así empezó todo!".

Fue su perdición, porque se enganchó para toda la vida. "Entonces los relojes valían dinero", señala mientras muestra la pieza más antigua de su colección, del siglo XVII. Se trata de un precioso reloj con cuerda de ratera, esfera de cerámica y poleas de plomo. "Es el más especial que tengo, porque estos otros de pesas son de Morez (una marca francesa). Se fabricaban en Montpellier y la empresa cerró hace 118 años, así que todos tienen más de un siglo de vida". Los hay de bordón, o de campanilla, o de ambos, y la mayoría fueron adquiridos por Juan Lizasoain en Francia.

Su legado incluye también varios relojes de pared, u ojos de buey, que este coleccionista enseña orgulloso: "De estos tendré en Donamaria más de una veintena". Porque en su almacén de antigüedades guarda todo un mundo de tesoros que, según dice, ahora cuesta vender. "Ahora nadie compra, todo es Ikea. Desde 2002 a esta parte, se vende muy poca antigüedad. Antes interesaban mucho para amueblar las casas rurales y se vendía hasta porquería".

Y después de una vida dando cuerda, se lamenta: "Una de las penas que tengo es que me voy a morir dentro de poco, y no sé qué va a pasar con mis relojes. El hijo no va a seguir con ellos (tiene en total 170), y por eso me gustaría que algún organismo los comprara, el Gobierno de Navarra o un ayuntamiento". "Hay piezas bastante majas, relojes imperio del siglo XVIII con péndulo de hilo", describe, uno de los más caros y que supera los mil euros, junto a otros de bronce pintados con ormolú, una técnica de dorado con mercurio "que acabó matando a muchos artistas por su toxicidad", relata.

Él, que ha comprado el tiempo, reconoce que el tiempo de uno no se puede comprar: "Vamos llegando a nuestro fin y esto es un caminito". Lo dice, y el carrillón suena de fondo dando las horas, imparable.