ola personas, ¿derretidos?, yo a punto de estarlo, ¡qué espanto de semana!, ¡cómo he añorado los fríos pamploneses! Menos mal que la cosa ya ha amainado.

El jueves madrugué para poder pasear con una temperatura que no me hiciese patinar por el filo de la navaja de un ataque de calor con deshidratación extrema e infarto fulminante. A las 9 de la mañana estaba en la calle y para que la cosa fuese aún más fresca dirigí mis pasos hacia nuestro querido Arga y, más concretamente, hacia mi querido camino, túnel verde, que de Beloso me lleva al cauce. Al llegar vi que mi idea era buena a juzgar por la cantidad de conciudadanos que también la habían tomado, éramos más de cuatro los que bajábamos por ese serpentín que, fresco y sombrío, lleva del asfalto al agua en un pispas. Su vegetación en este mes de julio es una explosión, a derecha e izquierda de la vereda no queda un palmo de terreno sin brotar, las ramas de unos se mezclan con los troncos de otros, las hiedras trepan y saltan de un fresno a un castaño y miles de pequeños y variados arbustos se hacen uno. Al llegar al final, antes de tomar la pasarela he decidido salirme del camino para ver si encontraba los restos de la vieja tejería que allí hubo y en la que el mes pasado encontraron un cadáver que estaba ya en los huesos. Me he adentrado entre la maleza y a los pocos metros he tenido que volverme para atrás sin éxito en mi búsqueda, ahí hay que ir con una cimitarra para ir desbrozando y abrirte paso, sino es imposible. He vuelto al camino y en la pasarela musical, hoy silenciosa, he estado un rato admirando a un perro nadador que una y otra vez se tiraba al agua a buscar lo que su dueño una y otra vez le lanzaba, pero siempre sin éxito ya que el cabrón del dueño lo que le arrojaba eran piedras y el pobre chuquel saltaba codicioso a por el objeto lanzado, nadaba rápido hasta más allá de la mitad del cauce y al ver lo inútil de su esfuerzo volvía a la orilla para volver a caer en la añagaza. Como la vida misma.

He seguido mi camino y a la derecha sobre la ripa he visto algo que nunca había estado allí, algo que no era más que un avance de lo que va a ser: por encima de los árboles de la Media Luna ya empiezan a asomar los edificios que se están levantando en salesianos, el más cercano a la calle Leyre ya asoma cuatro alturas y supongo que el niño seguirá creciendo, cuando estén todos estirando el cuello y asomándose al balcón de la Magdalena va a ser digno de verse, la altura de las grúas da idea de la altura de lo que viene.

La cuadra de Goñi estaba bonita, había un montón de inquilinos que con el sol de la mañana iban listonados de luz en la columna. Un poco más adelante unos operarios trabajaban en el tendido de alta tensión, he parado a admirarlos y a fotografiarlos colgados de sus arneses entre cables, aislantes y enormes mecanos. Para mí, que quito la corriente de casa para cambiar una bombilla, son auténticos héroes. He seguido a la sombra de los chopos y plátanos de la Magdalena, por ese bosque urbano que se alza poderoso donde antes había modestas y ubérrimas huertas de donde salían delicias sin cuento y, dejando a mi derecha el románico puente, he seguido hacia las obras que están llevando la Txan hasta el viejo camino de Burlada, van avanzadas y han cambiado considerablemente la fisonomía de esos campos que inexplicablemente hasta ahora se habían librado del cemento. Pasado Irubide he hecho izquierda y me he adentrado en la zona de Alemanes, también muy cambiada, nada que ver con aquella carretera estrecha que conectaba Txantrea y Ansoain. Al llegar a la entrada que lleva a la parte del río que frecuentaban los alemanes y que da nombre a la zona, he aceptado su invitación y he bajado hasta el agua. Allí un abuelo y su nieto pasaban la mañana sentados en una escalera de piedra que entra en la corriente y, según parecía, estaban pescando ya que el abuelo tenía un palo en la mano paralelo al lecho del río, cuando le he preguntado: ¿pican?, me ha dicho como el del viejo chiste: contigo dos. Lo que tenía en la mano era un bastón. Entonces me ha empezado a contar que antes sí que pescaba y hemos cambiado batallitas de abuelo a abuelo, que si él compraba anzuelos, corchos y plomos en Casa Puntos y yo en Deportes Irabia, que si pan, que si lombrices, que si cucos que cogíamos debajo de las piedras, que si después de las tardes de pesca nos íbamos a mangar fruta a los huertos que por allí había y muchas cosas más de esas que tuvimos la suerte de disfrutar. He despedido a mis nuevos amigos y por esa pasarela futurista que une la Txan con Aranzadi, me he plantado en el parque que desterró a las huertas de verdad para convertirse en un "escarola-park" y que ni es chicha ni limoná. He dejado casa Irujo a mi derecha y casa Beroiz un poco más adelante. He cruzado esas mesas merendero, que me parece a mí que son más inútiles que el cenicero de una moto, y he llegado a casa Arraiza. Pasado el hórreo ese que tiene una leyenda de amor a sus espaldas he visto a un fotógrafo que armado de un buen teleobjetivo disparaba con pulso y buena postura (eso se nota) a unos pajarillos. He parado y he pegado la hebra con él, estaba yo comunicativo, que qué óptica usas, que qué luminosidad, que velocidad para ir sin trípode y cosas de fotógrafos que siempre nos preguntamos y de las que muchas veces sacas alguna buena idea que te puede dar quien conoce un terreno de la fotografía mejor que uno. Nos despedimos cordialmente y seguí mi camino hasta la orilla del río a la que bajé frente a la presa de San Pedro e hice un ejercicio de imaginación para ver a tanta y tanta gente que tenía en ella, años ha, su lugar de chapuzón veraniego. Había un señor que se refrescaba los pinreles junto a la orilla y cuidadoso se hacía la pedicura. He pasado el puente de San Pedro por arriba y el de el Vergel por abajo para plantarme en el camino que paralelo a la corriente me ha llevado al Soto de las Lavanderas, camino que antaño estaba plagado de molinos: el de la pólvora que más tarde fue de Alzugaray y del que aún quedan restos junto a un parque de juegos infantiles, la fábrica de aceite de linaza o el molino viejo, con su desaparecida presa en cuña, y algún otro del que no nos ha llegado testimonio pero que en 2000 años de explotación del cauce no dudo de que lo hubo.

He atravesado el puente de la Rochapea, ese que se llena de carne negra al galope una semana al año, y he llegado al funicular de descalzos que he utilizado para subir a la parte alta de la ciudad y enfilar para mi barrio con el deber cumplido.

La semana que viene más. Cuidaros mucho que la cosa está chunga.

Besos pa tos.