Quien vive con intensidad el presente, no muere”, citaba mi amigo Luis Arbea en el libro “Hora de partir” que te lo dejé hace dos semanas. Tremenda paradoja recordártela hoy.

Reconócenos, Javier, hoy lo comentaba con un familiar tuyo, te has muerto de tanto vivir.

Ahora nos queda “la nostalgia positiva”. Otra paradoja. Recordar agradecidos cómo eras.

Dicen que lo primero que llega a las personas es la mirada. No. Es la sonrisa. Y esa era tu principal carta de presentación. Tu reír era un abrazar, derribar murallas de intransigencias, allanar diferencias, facilitar el acuerdo hasta la extenuación, hasta rozar “las pérdidas”. Pero nunca por debajo de la dignidad. Maestría.

¿Testarudo? ¿Cabezón? Para mí, comprometido y consecuente.

¿Transgresor de normas? Para mí, resistente.

Ácrata más que académico, Epicuro antes que Séneca, “la mera consciencia del goce, dar valor a nuestra rutina”, que leerías en el librito que te regalé.

Y ¿de lo que hay después? ¿De esto, de ahora mismo? Lo hablamos en más de una ocasión. Los dos pensamos lo mismo: después de la travesía por la vida, es imposible que no haya algo detrás de una puerta cerrada con la que nos encontramos al final del largo pasillo de la existencia.

En el trabajo, en la empresa, si algo era imposible, con Javier “se hacía”. ¿Un problema? “Voy ahora mismo”. “Parece que va a llover…”, “Arranca”. La puerta de su despacho, siempre abierta. “¿Puedo hablar con el señor Liria?”. Eras un “yonqui de la intensidad” (así llama Rosa Montero a las personas que viven intensamente, sin poder evitarlo).

Y, Javier, “Estas cosas son las que hacen avanzar al mundo”, Escribe Thedor Kallifatides, escritor griego y sueco.

Las últimas veces que nos vimos, los dos advertíamos cómo “el cuerpo empezaba a desbaratarse a trompicones”. Y tuviste que dejar el Campari, por el Biter, el Cámel, por el Malboro, el 1866, por la tónica y … retirada. “Resiste, Javier”, nos decíamos, mientras notábamos a nuestra espalda las luces del orden y la normalidad.

No conocí tus tiempos en la política, aunque me hablaste de discrepancias y de entendimientos. Navarro, defendías esta tierra libre de fronteras. Sin los límites de Endarlatza, Etxegarate, Altube, Opacua.

Fiestero, más que sanferminero de programa oficial y pancarta.

Osasunista de base, básico. Desde acompañar y llevar en tu coche a los jugadores de categorías inferiores, a celebrar en aguas de La Concha el triunfo brindado por “el hermano guipuzcoano”. Me cuenta tu hijo que viste el último gol de Osasuna que puede darle una copa. Ahora cobra sentido lo que estabas pensando, entre los dos mundos en que ya te encontrabas en la UCI: ¡es que juegan como los ángeles!

Aficionado a los toros, de José Tomás, el arte, más que del tremendismo. Y del Atlético, faltaría más.

Amante y amador de la mar que la surcaste y la inundaste de escollera marmórea en Guetaria, tu primera obra como Ingeniero de Caminos y Puertos.

De la misma manera que he empezado a alabar su sonrisa, quiero terminar resaltando “su integridad”. El mundo traicionero de la política, de puñalada rápida, la atmósfera brumosa en la Dirección de los clubs de fútbol importantes, el boscoso e intrincado desempeño de tareas en puestos superiores de lo Público, el embarrado campo de la obra pública de exigencias dadivosas, y en medio, Javier, siempre con “las manos limpias”.

En el fondo, Javier, Curro (te nombro así por primera vez), eras un sentimental. Te he visto lloros de impotencia ante los prepotentes, lloros de ausencias y distancias, lagrimeos por un triunfo, por una noticia, ojos enrojecidos por el final de una prueba médica, por un temor a repetirla. Nada de lo humano te era ajeno.

Última cita. Del libro “El secreto de las flores”, de Valérie Perrin. “Allá donde estoy, sonrío, pues mi vida fue bella y, sobre todo, he amado”.

Mereció la pena conocerte.

Ez zaitugu inoiz ahaztuko.