Vuelo desde Dublín y desde la ventanilla lo imagino con sus ojos achinados y sus orejotas diciéndome adiós en el azulado cielo atlántico. Un contrasentido, pues en sus últimos años veía mucho mejor que oía, aunque de lengua siempre anduvo fantástico. La muerte en dura digestión aérea es la de Javier Goñi Larumbe (sin Francisco delante, no lo soportaba), un tafallés auténtico que hizo de la sencillez su grandeza, que siempre se facilitó la vida para él y para los demás a base de generosa humildad. Una buena persona y además una persona buena, que por ejemplo en la mili africana leía a los otros reclutas justo lo contrario de las desgracias contenidas en aquellas cartas manuscritas y que luego dejó su trabajo en la banca por la incomodidad que le suponía vender productos financieros a según qué gente. Un hombre culto y coherente, ávido lector de prensa roja, sabio además en los códigos de la calle con la simpatía como herramienta innata, muy apreciada también en el sector alimentario hasta que se jubiló. Siempre predispuesto a cualquier conversación que compartir con quien se pusiera a tiro, la sonrisa perenne en la boca y los problemas por el mismo desagüe al que de muete arrojaba las notas malas. Se va mi espejo, el mejor ser que tendré la suerte de conocer y que además era mi padre. Escribo a duras penas estas líneas tan desgarradas como empapadas también como plasmación del orgullo de sus tres hijos por el legado de su ejemplo, que haremos perdurar en sus siete nietos con la ayuda de nuestra madre, fiel compañera durante seis décadas de mutuas atenciones. Buen viaje, huevero; hasta siempre, Calcu.