Juani Cirauqui, el viaje de vuelta
Por las noches, en esa casa tan alta, agrietada y vieja, no importaban tanto las goteras como el hecho de que siempre había que bajar la persiana de su cuarto. La Luna le daba miedo y prefería verla entre agujeros porque pasaba muchas madrugadas sola, con un marido que se despertaba muy pronto para que el pescado que se llevara a vender a casa fuera casi tan fresco como el del puerto. Eso, en un pueblo a dos horas del mar, tiene su mérito.
En esas, mi madre apenas arrugaba las sábanas de su cama y lisa quedaba la manta eléctrica. Se recogía como un ovillo y no se movía en toda la noche. Luego, se levantaba sigilosa, desayunaba su leche con magdalenas y, hasta que mi padre no volvía con la furgoneta cargada, ella esperaba sentada en el sofá pensando en sus cosas.
Hubo un tiempo en el que estuvo de lo más entretenida con mi tía Carmenchu, su hermana que sufría discapacidad desde muchos años antes y que era tan alta ocupación como buena compañía. Aquel trabajo de mudanza diaria, de cargar el peso de una habitación a otra sin los adelantos mecánicos del presente, añadido a unos huesos que nunca rebosaron calcio, le generó una lesión vertebral de por vida.
En la práctica se traducía en que vestía un corsé más duro que una piedra para poder ir erguida. Así que, con la salud malgastada, mi hogar en Funes lo frecuentaron a menudo para cuidarla y en distintas etapas aquellas hermanas mayores que nunca tuve, valga la pena citar a Rosa, Ani y Laura.
A poquitos, ya hace años, unos 15, a mi madre se le fueron amontonando los recuerdos y desordenando las ideas. Como de costumbre no le gustaba echar demasiada sal a las comidas, aquella carencia la pasamos por alto. Más preocupante comenzó a ser que repitiera a menudo tantas cosas, que preguntara por su madre que llevaba décadas en otro mundo o que no acertara las cifras de Saber y Ganar cuando por lo general era un hacha. Lo disimulaba, a menudo, con una sonrisa abierta, sin dentadura, y cambiando pronto de tercio para buscar refugio.
Aquellos lapsus, inevitables y cada vez más frecuentes, los diagnosticó un neurólogo en Príncipe de Viana, de un plumazo, como un alzheimer de libro. “A cuidarse toca, Juana, y a que la cuiden, no salga sola...” y estupideces a la altura. Dos minutos de consulta, dos horas de carretera de ida y vuelta. Cum laude en el trato al paciente y familia. Pese al palo a cuestas, era hora de ponerse a rebatir la evidencia, o al menos a escuchar a la ciencia.
Si de algo sirvió eso del periodismo, carrera que mi madre pagó con becas, filantropía e imaginación, fue para que en la esfera local uno termine por conocer a todo lo que se mueve y así, aquel especialista premiado al que entrevisté por uno de sus reconocimientos, cogió el teléfono, abrió la consulta y le sometió a más pruebas que un juicio. Es oportuno agradecerlo. La conclusión fue tres cuartos de lo mismo. Es lo que había y de nada servía el lamento, que bastantes hubo. Había que pensar en el siguiente día y luego en el de más allá. Se abrieron así varios frentes de batalla.
¿Cómo aceptar y convivir con el Alzheimer? ¿Hasta cuándo? ¿Cómo contárselo y explicárselo a un padre sin estudios, rudo y cabezota, pero con un corazón gigante? ¿Cómo lidiar para que aquello no fuera un plebiscito diario, un examen memorístico? Contacté con la asociación Afan, me facilitaron un material estupendo para trabajar en casa, me explicaron todas las etapas por las que un paciente transita y las preguntas que los cuidadores nos hacemos en ese tránsito y, de esta forma, disponía de ciertas herramientas para preparar un aula de recuerdos.
Sumamos, restamos, escribimos, dibujamos, pintamos, merendamos, a veces volvimos a merendar, jugamos a la brisca, al chinchón y al dominó, apareció Leire y animó el cotarro, y hablamos de lo feliz que ella fue en Rorschach, cantón de Saint Gallen (Suiza), donde conoció a mi padre camino de una fábrica de nylon, trabajaron como cosacos, vivieron felices y se casaron en diciembre de 1965, con una nevada como para llevar tacones. Ahora que se han ido, olvidé preguntarles a quién de los dos se le ocurrió casarse en Suiza en vísperas de Navidad.
El caso es que el Alzheimer, en cierto modo, me permitió sumergirme en aquellos años y en un país al que huyeron buscando algo de suerte y bienestar, que teniendo en cuenta lo que había en casa no era pedir demasiado. Cuando la memoria de mi madre empezó a palidecer, quizás lo más fascinante del viaje fue escucharle decir que jamás fue tan feliz como en Suiza.
A ella, que había regresado a su pueblo, Funes, a la casa de su familia de 8 hermanos, con mi tía al lado como trabajo y compañía, que se puso a currar de peluquera hasta que pudo y acabó como pescatera y ama de casa, seguramente que todo aquel salto atrás le vino enorme. Así como años después no lo fue menos para quienes la rodeábamos aceptar su nuevo estado, comprenderla, bien tratarla, empoderarla y apoyarla, fue todo un reto en el que incluso un hijo universitario, con trabajo y vida buena, falló a veces con estrépito.
¡Como para echar algo en cara al abuelo! Quererla era tarea demasiado sencilla. Pero como con eso no basta para gestionar el día a día, se acumularon los problemas, necesidades y agujeros y una felicidad de nieto que crecía a destajo. El último día de agosto de 2017 mis padres dejaron la casa que había sido su vida, preparamos una merendola con bien de canela y lagrimones con las vecinas del barrio y se fueron a la residencia de Lodosa.
Allí murieron. Mi padre, José Luis Conde, el 15 de agosto de 2019. Mi madre, Juani Cirauqui Domínguez, hace apenas una semana, a los 86 años. Gracias por el cuidado que les dieron. Estoy seguro de que mi madre se marchó pensando en sus cosas, en si había apagado la luz de la cocina, desenchufado la estufa o si había dejado a desalar el bacalao. Quizás ahora esté de vuelta en el Lago Constanza o haya conseguido hacer un quiebro a la Luna.
Para mí, ella fue siempre amorosa, cuidada, mayor, endeble, risueña y buena gente. Fue demasiadas cosas buenas para que puedan caer en el olvido.
*Periodista de DIARIO DE NOTICIAS e hijo de la fallecida