En su película El hombre que mató a Liberty Balance, John Ford dejó claro que una leyenda, cuando supera a la realidad, debe de circular libremente. Viene esto a cuento de lo que ha venido ocurriendo con la tumba de Tutankhamon a lo largo del centenar de años que han transcurrido desde que la descubrió Howard Carter en el Valle de los Reyes, el lugar que los faraones sin ansias piramidales reservaban para iniciar su viaje al Más Allá. 

Nos ocupamos en estas páginas del yacimiento arqueológico más espectacular y el que más ha dado que hablar. Y eso que el faraón niño, como le llamaron, no tuvo una vida larga y activa como para tejer una serie de hechos en torno a su figura. En un siglo no se ha hablado mucho de sus logros, pero sí han corrido ríos de tinta en torno a las maldiciones que pesaban sobre la localización de su sarcófago. En realidad, ni el equipo de Carter ni Lord Carnarvon, su patrocinador, tenían idea de lo que iban a encontrar en el interior de su tumba.

El perfecto ajuar

La sorpresa fue monumental cuando aquel 4 de noviembre de 1922 se rompieron los sellos de la última puerta sagrada y se descubrió uno de los mayores tesoros arqueológicos de todos los tiempos: el ajuar que el faraón había preparado para su segunda vida. Nada menos que unos 5.398 objetos elegidos como los más apreciados para tal ocasión. 

Aquella enorme cantidad de ellos requirió de una vigilancia especial y un control inmediato. Se habilitó la tumba de Seti II para proceder a una catalogación de urgencia y a la correspondiente sesión fotográfica, con cargo a Harry Burton, de cada una de las piezas que iban sacando. 

Burton, un profesional británico de 42 años, no salía de su asombro ante lo que iba pasando ante su cámara. Era el reportaje de su vida. Ciento cuarenta y dos de aquellas fotografías fueron publicadas por The Times, produciendo un gran impacto mundial. De hecho, el propio fotógrafo quedó tan atrapado por la historia que permaneció de por vida en Egipto. Sus restos descansan en la localidad sureña de Asiut.

Howard Carter, ante su gran descubrimiento.

¿Quién es ese?

La publicación de aquellas fotos sirvió para que el mundo conociera a Tutankhamon y se enterara que vivió entre los años 1342 y 1325 antes de Cristo, lo que quiere decir que reinó mil y pico años después de Keops, Kefrén y Mikerinos, los tres faraones de las pirámides, y antes de Ramsés I. Quiere esto decir que, aunque Tutankhamon conoció las tres principales pirámides, fue enterrado en un lugar muy discreto.

Su coronación tuvo lugar en el gran templo de Karnak, estableciéndose definitivamente en la ciudad de Tebas. Al parecer, heredó el trono a los ocho años y estuvo dos décadas en él. Los análisis realizados a sus restos han aportado curiosos datos, como que era zambo y que su muerte fue a edad temprana. El agujero que se aprecia en su cabeza se lo practicaron cuando le momificaron y no corresponde a violencia alguna ejercida para acabar con su vida. No fue un asesinato de Estado, como se llegó a decir posiblemente en base a su corta existencia. El arqueólogo Zahi Hawass, máxima autoridad en este tipo de temas, está seguro de que Tutankhamon fue víctima de un accidente de cacería. 

En realidad, este faraón hubiera pasado por la historia sin pena ni gloria de no haberse descubierto su tumba casi intacta. Akenaton, su padre, fue un soberano de mala fama por perder guerras y territorios como Siria. Se casó con Nefertiti, que le dio hijas, por lo que, para continuar con las normas al uso, tuvo un hijo con su hermana, Tutankhamon. El incesto era habitual entre faraones a fin de preservar la pureza de su sangre. El descendiente de Akenaton se vio obligado a reestablecer el politeísmo que había sido prohibido por su padre en favor de un único culto a Atón, rey del sol.

Lord Carnarvon estaba cansado de escuchar a Howard Carter que tenía el presentimiento de que en el lugar donde estaban excavando había una tumba. Admitía sus observaciones en atención a que previamente el arqueólogo había descubierto los sarcófagos vacíos de Hatshepsut y el de su padre, Tutmosis I. Acabó por darle una nueva oportunidad.

La sorpresa, como queda dicho, surgió el 4 de noviembre de 1922, cuando un trabajador hundió un pie en lo que era el primer escalón de un sepulcro. Fueron excavando hasta dar con varias cámaras que contenían el ajuar funerario más extraordinario que jamás se había visto hasta entonces. Tutankhamon había sido enterrado con sus joyas y con 5.398 objetos que consideró no debían faltarle en la otra vida, así como gran cantidad de comida para poder alimentarse en el viaje final.

Carter llegó a la cámara funeraria y se encontró con una gran caja de madera cubierta de oro que escondía otras tres similares, una dentro de otra. En la última estaba el gran sarcófago, que tardó un año en abrirse. Llegado el momento, se vio que contenía tres ataúdes antropomórficos, los dos primeros chapados en oro, pero el último era de oro macizo.

¡TRAMPOSOS!

A pesar de que se da el 4 de noviembre de 1922 como fecha oficial de la apertura de la tumba de Tutankhamon, lo cierto es que fue la víspera cuando Howard Carter y Lord Carnarvon rompieron los sellos de la tumba, entraron, cogieron varios objetos del interior y salieron, volviendo a sellar la puerta. Al día siguiente teatralizaron el acto repitiendo las caras de asombro de la jornada anterior.

La tumba de oro

Toda esta operación de desmontaje en una estancia tan pequeña supuso un enorme trabajo, pero la curiosidad superaba cualquier contratiempo. El féretro tiene un peso de 110,4 kilos y Tutankhamon está representado como si fuera Osiris, la divinidad de los muertos. La capa de oro tiene un grosor entre 0,25 y 0,3 centímetros. 

La momia llevaba una máscara de once kilos de oro puro y entre los vendajes ocultaba 150 collares, anillos y brazaletes, casi todos del mismo metal. Los ojos son incrustaciones de lapislázuli contorneadas de negro. La cabeza aparece cubierta por un pañuelo de nemes, que solo podía lucir el faraón. La frente está bajo la protección de las diosas del Alto y Bajo Egipto: Nejbet, con forma de buitre, y Wadjet, con aspecto de cobra. Los brazos cruzados sostienen los emblemas del poder, el cetro y el flagelo.

El descubrimiento realizado era de enorme importancia, y no solo por el contenido de la tumba, sino porque era la primera intacta, o casi, que se localizaba. Era evidente que antes habían pasado por ella los saqueadores, pero posiblemente solo habían conseguido sacar objetos de pequeño formato fáciles de vender en cualquier mercadillo. Tal vez el arqueólogo británico se marcó un farol cuando aseguró que los robos suponían el 60% del contenido. 

Puede imaginarse quien me está leyendo la repercusión que tuvo en todo el mundo la localización de la tumba de Tutankhamon y el hallazgo en la misma de semejante tesoro. Hubo quien se lo tomó desde el punto de vista histórico y quien hizo cuentas de cuánto podían suponer en dinero contante y sonante todos aquellos kilos de oro que nadie se atrevía a valorar por temor a quedarse corto.

Entrada a la tumba.

Aquel impacto informativo fue aprovechado por Marie Corelli, una escritora inglesa de novelones con fama de excéntrica. Lanzó al mundo una sensacional exclusiva: Tutankhamon se había revuelto en el más allá y había echado mal de ojo o les había puesto velas negras, cualquiera sabe, a cuantos habían profanado su tumba.

La buena de Marie se basaba en que Lord Carnarvon, el que pagó los trabajos, había muerto en El Cairo en abril de 1923 como consecuencia de la infección de una picadura de mosquito. Ella interpretó que tras aquel fallecimiento estaba la mano del faraón. A decir de quienes le trataron, la escritora tenía una imaginación desbordada y una mentalidad de lo más ñoña, producto, tal vez, del tiempo que pasó en un convento, donde le había dejado su padre para que profesara, buscándole así una salida a su condición de ilícita.

Al parecer, Corelli se creía desbordante de gloria, porque alguien le dijo que sus novelas se leían en la corte real y no se cortaba un pelo opinando sobre asuntos de los que carecía de fundamento. Vamos, que hoy sería una destacada colaboradora en televisión. Su teoría sobre la maldición adquirió tintes sensacionalistas y la leyenda corrió como un reguero de pólvora. 

Cuando alguien ponía en duda su palabra ella aseguraba poseer un misterioso texto árabe que hacía referencia a una maldición que acabaría con las vidas de quienes profanaran las tumbas faraónicas. Para demostrar la autenticidad de su teoría iba nombrando a los que fallecieron al poco del descubrimiento, algunos a causa de neumonía. Ciertamente solo dos personas que habían estado en el interior de la tumba superaron diez años más al acontecimiento. Por su parte, el conjunto de trabajadores tuvo un final normal, ajeno por completo a conjuros de ese estilo.

¿Y Howard Carter, el descubridor? El alma de todo aquel montaje murió en 1939 escapando a una maldición que sirvió de base para innumerables libros, artículos y teorías. Tal vez, la más fiable de todas sea la que indica que las infecciones respiratorias de las presuntas víctimas las produjo un hongo microscópico contenido en los pigmentos de las pinturas murales de la tumba.

El tesoro de Tutankhamon puede ser visto en el Grand Egyptian Museum de Giza, en El Cairo. Hay que hacer cola, claro.