vengo a confesarme, porque me ha picado la curiosidad. Y esto es como si te pica la monja de la gripe A, ésta del vídeo, que los que la ven empiezan a desconfiar de todo. A mí me ha picao la curiosidad de las bolsas de plástico, que es otro virus que pulula por ahí como la monja, y ha sembrado un mar de dudas en mi raciocinio ya de por sí marítimo.
La culpa, lo juro por Copenhague que es el próximo oráculo medioambiental, la tienen mis compañeras de trabajo, cuando nos juntamos somos lo peor. La tentación se ha hecho carne en ellas, y no sé cómo va a acabar esto. Empezó cuando mi compa me preguntó por qué no se va a poder reciclar una bolsa de plástico, si se puede reciclar el bote del Fairy. Me vio insegura, y continuó. A ver si no usaba yo hasta ahora las bolsas de la compra para la basura. Asentí, y ella siguió. Me preguntó dónde echaría ahora la basura y contestó ella misma. "Comprarás bolsas, y serán de plástico". Flaqueé, y entonces vino lo peor "¿Y qué hacen -preguntó- con lo que ahorran de las bolsas que nos regalaban?" "Es para los pobres", dije yo ya casi cruz en mano, para ahuyentar a los malos espíritus que estaban atacando duramente a mi fe reciclosa. "¿Para los pobres? Pues su suegro -señaló a otra compañera-, ha tenido que cerrar el almacén porque sobran sus bolsas. Ahí tienes pobres".
Yo no sé, San Copenhague, pero como esto sea así la hemos hecho buena, porque en los días que el híper de mi barrio regaló bolsas de rafia, hicimos acopio para varias generaciones. En algunas casas estará envuelto en rafia hasta el televisor, y lo sacarán para ver las noticias. Fijo. Con razón vi hace un tiempo a una mujer pasear con una bolsa de plástico del súper a modo de cuello visón, que aquí mismo lo conté en su día. Bien sabía ella que la bolsa de toda la vida llegaría a ser objeto de culto. Tengo picores. Me pica la curiosidad. Es la tentación. Ahí vuelve, ahí vuelveeee? ¡Vade retro, pichiglas!