los Sanfermines es lo que tienen, que cualquiera puede disfrutar como un niño en el sentido más extenso del verbo a nada que circule con los ojos abiertos y el corazón presto a emocionarse por lo que se observa y no sólo como consecuencia de lo que se trinca vía gaznate. Para ello resulta un elemento claramente coadyuvante desplazarse por esta gloriosa ciudad en fiestas con infantes, propios y/o adosados, experimentándose el culmen en los gigantes, en las barracas o, como servidor comprobó sobre silla de madera de toda la vida, en Gorgorito, ese gran clásico de los títeres que en el mundo han sido y serán. Tanto que se trata de un espectáculo abierto de par en par a bípedos desde el año de edad hasta la antesala de la palmatoria porque unos y otros vibran con frenesí verdadero cada vez que el niño de la estaca sacude a la bruja Ciriaca al agudo e inveterado grito de ¡vaya, vaya, vaya!. Cuando uno asiste a esa función tan básica como intergeneracional no puede por menos que interiorizar la certeza de que los críos se siguen moviendo por los mismos estímulos de siempre, en el marco de esas historias de buenos y malos en las que nunca gana el que no debe, y que a qué viene tanta tele, tanta consola y tanto internet si se puede ser feliz, incluso más, con menos. Que no digo que la técnica no haya avanzado una barbaridad, y para mucho mejor si se le sabe sacar el rédito apropiado también para la formación de los escolares, simplemente se trataría de buscar un equilibrio con ese otro ocio más primario, de más relación a flor de piel y a pie de calle. Larga vida pues a Gorgorito y honores a quien se la dio, Maese Villarejo.