ste pasado viernes DIARIO DE NOTICIAS -el conjunto de los medios del Grupo Noticias-, publicó una nueva historia humana sobre la memoria de la violencia estremecedora. La historia olvidada y ocultada de una joven donostiarra, María José Bravo, que fue violada y asesinada en 1980 cuando paseaba con su novio Francisco Javier Rueda, quien falleció ocho años después también como consecuencia de las secuelas físicas que le dejó la brutal agresión que ambos padecieron. Un acto de terrorismo que reivindicó el grupo parapolicial Batallón Vasco Español. Un silencio institucional, político y judicial lo cubrió todo. Nada se investigó, ninguna institución trasladó sus condolencias a la familia ni ningún político les arropó o asistió a su funeral. Abandonados con el cadáver de su hija violada y asesinada. Hoy, 41 años después, ni siquiera ambos han sido considerados víctimas del terrorismo pese a la evidencia de los hechos. Víctimas sin memoria, justicia ni reconocimiento ni reparación. Una familia en la soledad más absoluta como único refugio del recuerdo de la memoria de aquella joven. La misma semana que se inaugura con toda pompa y boato el Memorial a las Víctimas del Terrorismo en Vitoria-Gasteiz. Un ejemplo de que ese Memorial que acoge el homenaje y reconocimiento a víctimas de ETA, del GAL y del terrorismo yihadista está incompleto. Un reconocimiento institucional -necesario, pero limitado-, al sufrimiento que ha originado el terrorismo en esta tierra en décadas anteriores a costa de la exclusión de las víctimas de otras violencias y violaciones de los derechos humanos igualmente crueles, injustificables e inaceptables. En la inauguración del Memorial, Felipe de Borbón afirmó que las víctimas del terrorismo son un pilar ético de la democracia. Quizá lo sean algunas, pero no sé si lo son todas y cada una de ellas. Ni tampoco si Felipe VI se refiere a todas las víctimas de todas esas violencias o solo a unas víctimas concretas de unas violencias determinadas. La duda ya dice mucho, creo. El caso de María José Bravo y de su novio Javier Rueda, un acto de violencia contra personas que no tenían vinculación alguna con la política, demuestra que los aparatos del Estado utilizaron la guerra sucia y la violencia no solo como instrumento de acción-reacción en la llamada lucha antiterrorista, sino también como estrategia indiscriminada para generar inestabilidad, miedo y confrontación en las calles y en la sociedad. Es el reconocimiento público de esa faceta lo que realmente aterra al Estado. Su responsabilidad no ya en el terrorismo de Estado, que lo tiene asumido y amortizado, sino su responsabilidad en aplicar el fanático dogma del fin justifica los medios a personas y familias sin vinculación con la violencia política. Por eso no se esclarecen este tipo de asesinatos, se mantienen en el limbo judicial, no se desclasifican los documentos que pudieran desvelar la verdad y las responsabilidades y se les niega el reconocimiento. Por eso María José Bravo no tiene lugar alguno en el nuevo Memorial. Memoria excluyente. La memoria oficial que en muchas familias no coincide con la memoria real.