Una plaza sin bancos es como un parque sin árboles y un jardín sin flores. Es uno de los placeres estáticos que brinda la ciudad al ciudadano. Es el desfile de modelos de toda edad y condición. Un museo andante y en movimiento. Son las cariátides del Partenón y las estatuas clásicas griegas, vestidas y coloreadas en movimiento, al sol y a la sombra, mojadas y secas, un espectáculo increíble y muy barato. También pasa por delante de tus ojos el teatro de la vida. La incansable niñez, la ruidosa y desvencijada adolescencia, la esbelta juventud, la madurez granada y la vejez de los huesos cansados por el tiempo y el trabajo. La vida de cada día. Si además te encuentras con amigo o amiga y tiene tiempo de sentarse contigo y poner a parir o ensalzar al alcalde de turno, al bobo del vecino, los desastres mundiales, los incendios de la bella Grecia, las inundaciones de la supuesta preparada Alemania y la mirada de las vacas en el prado, la falsa placidez de la ciudadanía ante la situación actual de trabajo precario y desigualdad, ves la película más guapa del momento. Si a eso le añades las campanas de cualquiera de las iglesias que te llaman a misa, aunque no vayan más que los de la boda de turno, disfrazados de guapos y guapas, de los que te partes de risa, no se puede pedir más al espectáculo, ni a esa mañana gloriosa. Y todo por un banco, que aunque no esté pintado de colores, te ha permitido gozar de la vida y evitar el insoportable olor de los recuerdos podridos.