oy es el día, señores: les escribo a quienes andan todo el día con la constitución en la boca, enarbolando su bandera a veces como mandoble. No he podido dejar de darme cuenta de que llevan su defensa de la constitución como argumento constante y vociferante para acallar a otros, para descalificar a cualquier enemigo (ustedes siempre fueron muy de tener enemigos, desde la conspiración judeomasónica al socialcomunismo). Su sistema se mantiene incólume por mucho progreso social que despunte porque siempre tienen amigos en la judicatura que les respaldarán en su carcundia y nadie debería extrañarse de ello porque para eso se eligie como jueces a quienes ya eran sus amigos, familia y allegados. Y es que ustedes son, me lo reconocerán, muy de club social, de colegio de pago, de misa mayor y de conmemoraciones vistiendo como gente de bien, y saben reconocer a quienes son de los suyos y señalar a quienes no.

A mi me da cosa, porque la constitución, bajo cuyo mandato he vivido gran parte de mi vida adulta, tenía ser ya otra o al menos debería haber cambiado sustancialmente. Los padres constitucionales eran señores que convivían perfectamente con una sociedad machista y odiosa sin demasiado problema de conciencia. Y se nota, en el texto y en el aire que emana la carta magna. No solo por esa exaltación de estructuras arbitrarias como la monarquía, el patriarcado o, hay que decirlo, la unidad territorial, sino porque nunca se adaptó a la realidad, anclándose en un mundo opulento y decadente, sumiso a los dictados de las élites económicas globales e incapaz de recuperar a tanta gente discriminada o silenciada. Ojalá pudieran dejar de usar el nombre de la constitución en vano y permitieran recuperar los valores de libertad, igualdad y fraternidad que debería haber tenido. Eso sí sería cosa de celebrar.