uede ser un eufemismo hablar de la música viniendo de mí. Un paleto de seis letras que se acerca a la música en la edad tardía, pulverizando récords de desprecio hacia quien hace gala de ignorancia en la materia, para someterse a la osadía de hablar de ella, como quien no quiere la cosa.

Ha sido el confinamiento el que ha desatado la proliferación de videos musicales, venidos de los allegados, a través de Internet, lo que me ha volcado en la música, inyectando mi curiosidad hacia ese arte lleno de sorpresas para un profano. También amigos/as virtuosos de la música me han llevado de la mano los últimos años para sumergirme en sus excelencias, asistiendo a conciertos de todos los estilos, y advertidos de mi ignorancia, me obsequian con un libro sobre la historia de la música, o como esa otra amiga que cada noche me hace llegar un video que se amontona en un crisol de canciones que conoce todas las disciplinas, desde el pop al rock, desde el blues al jazz, desde el country a la ópera.

Crecí con los cantautores de la transición, de aquí y de allá, Serrat, Ana Belén, Mª del Mar Bonet, Benito, Aute, Laboa, los que viajaban con el mayo francés, Juliette Creco, Gainsbourg, Montand, los que cruzaron el charco, Bob Dylan, Joan Baez, Víctor Jara. Canciones que transmitían ardor guerrero para alumbrar la libertad. El sonido y la melodía se sumergían en la oscuridad, frente a las letras que reclamaban lo que queríamos oír, era la euforia que nos acercaba a un futuro sin ataduras, era la música al servicio de una causa. Al mismo tiempo nacieron grupos musicales que revolucionaron el arte, donde la voz se adornaba del sonido de todo tipo de instrumentos. Así conquistaron el mundo de los sentidos, los Beatles, los Rolling... pero eso ya es otra historia.

Ahí se paró mi reloj musical que no consiguió atraer mi atención durante demasiados años, pero la música contaba con un denso bagaje labrado desde los inicios de la humanidad. En el Neanderthal, se asoció al mundo animal, los cazadores imitaban los sonidos que emitían los animales, bien para atraerlos y cazarlos, bien para ahuyentarlos y disputarles los animales muertos, eran los orígenes de la música, cuando éramos animales carroñeros, a la vez que caníbales. Ese ADN no está del todo desaparecido, visto el devenir de la humanidad. También algunos instrumentos musicales provenían de ese mundo, como el arco, extraído del hueso de todo tipo animales, que servía al señor de la guerra, y también al espíritu, como precursor de la guitarra actual. Además el animal proporcionaba alimento y materia prima como una ayuda mágica en calidad de protector y suministrador totémico, como aparecen en las pinturas rupestres de Lascaux.

En la Antigüedad, la música se rodea de un halo de misterio, con poderes trascendentales, capaz de curar fisiológicamente las enfermedades, como de entrar en la esfera de las emociones, de la sexualidad, de la procreación. La música se convierte en magia, en superstición, esta música espiritual sintoniza con la femineidad, y se sustenta en el arpa como instrumento conductor, y en la poesía. Su máxima personificación es Safo, primera poetisa conocida de la historia y cantante lírica que enfatiza las emociones íntimas, a la que Platón llamó la décima musa, y a la que combatió por su música lamento a la que consideraba lasciva. Enfrente, cabalgaba la música viril, la que exaltaba la épica de los héroes, la que imponía un ritmo frenético por medio de los instrumentos de percusión, como el tambor, la que enardecía a los combatientes en el fragor de la batalla, defendida por personajes como Cicerón o Catón, pero imbuidos todos por la magia y superstición de la música.

Todo este misticismo y metafísica que rodeaba a la música se desbarató con la aparición en escena de Pitágoras, que arrojó racionalismo al mezclar la música con las matemáticas. Ya no era un engendro venido del olvido, era una mezcla de sonido y silencio, los compases eran números que marcaban su ritmo, al igual que las notas de la escalas numeradas por su duración. Su tesis triunfó hasta nuestros días, una vez desprovista de la superchería, aunque defendió los efectos saludables de su presencia a nivel mental, desde la relajación, como fuente de energía, o para combatir el stress, la angustia o la depresión, efectos aceptados en la actualidad por el mundo científico. El novelista Henning Mankell hablaba de ello en su última novela, Arenas Movedizas, para el que su mayor consuelo para afrontar la muerte inminente, eran la música y la literatura.

Pero Pitágoras también flaqueó a la hora de limar las aristas mas descarnadas de las canciones que hablaban sin tapujos de amor y sexualidad. La libertad de expresión al parecer siempre ha sido el punto flaco de la historia de la humanidad, siempre atormentada en las expresiones artísticas innovadoras, sea la pintura, la escultura, la literatura, la música o el séptimo arte, nacidas siempre en los márgenes de las sociedad bienpensante. Como ese Cantar de los cantares mutilado en las exégesis masculinizadas del Shijing, libro de canciones recopiladas por Confucio, o los himnos de la primera cantautora de la historia, la sacerdotisa Enheduanna, cuyos contenidos no eran del agrado del statu quo, y por ello son unos perfectos desconocidos en los manuales escolares, como lo recoge el compositor e historiador Ted Gioia.

A lo largo de la historia, los tambores y las trompetas siempre han estado presentes en los albores de las batallas, para fortalecer y aunar el espíritu de los soldados, y amedrentar al enemigo con el ruido ensordecedor, al igual que los gritos de guerra producidos por el haka de los All Blacks neozelandeses, hoy todavía presentes en los preámbulos de los partidos de rugby.

Actualmente los himnos militares han quedado reducidos a la parcela de los desfiles, y desde la Primera Guerra Mundial, parte de su función ha venido a ser sustituida por los psicotrópicos o los estupefacientes. Como dice Gioia, hemos regresado a un paradigma muy anterior, que considera la música como una expresión de la sexualidad, sobre todo la femenina, y de emociones profundas, recuperando las prioridades de nuestros predecesores mesopotámicos, donde la música no estuvo cubierta con el velo de la censura, exhibiéndose en todo su genuino esplendor.

En el devenir de la humanidad siempre ha estado presente la danza, amante fiel de la música, compañero inseparable, que despierta de su letargo en cuanto percibe el eco de sus sonidos, tanto de la música épica, como la intimista, bien preparándose para la guerra, como rindiendo tributo a las emociones, cuerpos que se funden en uno, alumbrando un carrusel de sentimientos que configuran el triángulo de Pitágoras, más allá de las matemáticas.

Históricamente las letras de las canciones han sido un vehículo transmisor de conocimientos, de cultura, entre generaciones, que entroncan en la memoria con más cuajo que la propia imagen, algo muy opinable, como los derroteros de la música actual, y también de los versos en euskera, donde los bertsolaris recuerdan a los antiguos trovadores, cuyos contenidos se han ido transformando al albor de los tiempos.

El sonido y la melodía se sumergían en la oscuridad, frente a las letras que reclamaban lo que queríamos oír, era la euforia que nos acercaba a un futuro sin ataduras, era la música al servicio de una causa