uchos están jodidos y solo muestran su cara ideal. La sentencia corresponde a la polifacética periodista Marisol Galdón, que con un currículum brillante está tan jodida a sus casi 60 años que ha publicado un vídeo pidiendo empleo después de haberlo vendido casi todo y no poder pagar a su casero. La jodida nueva pobreza, la de quien malvive en la precariedad crónica aunque no pase hambre ni vista con harapos gracias a subsidios ocasionales y mendigando a los amigos antes que hacerlo en la calle. Una bajada a los infiernos de la que nadie estamos libres porque somos una mezcla de capacidades y fortuna, una caída tanto más dura cuando se ha tenido mucho o lo suficiente. Antes de sucumbir a una depauperación progresiva, mientras la derrota va abriéndose camino en esa cuesta abajo hasta agarrarse en lo más profundo. Y también mientras a quien las está pasando canutas pese a sus esfuerzos por no ser pasto de la resignación se le receta ese positivismo barato rebozado de palabros como emprendimiento, reinvención o resiliencia. Vocablos mágicos que en lugar de obrar la catarsis que se les presupone a menudo abocan a la culpabilidad por no hallar una salida. Sumidos en el pozo se hacen inevitables las comparaciones sangrantes con otros a quienes la suerte les sonrió con menos méritos para así cavar todavía más en ese hoyo autodestructivo. Y cavando cavando aflora la ejemplaridad dañina, en el sentido de que el mal ejemplo nos absuelve y el bueno nos señala con el dedo acusador y nos genera mala conciencia, como constata el filósofo Javier Gomá. Una dinámica constante al toparnos a cada paso con ejemplos positivos y negativos que nos redimen y condenan alternativamente. Aunque desde niños nos advierten contra las malas compañías pero no contra las buenas, más lesivas para la autoestima de quien se encuentra regular. De hecho, el bien genera alrededor más dolor del que se acostumbra a reconocer. Así que, si se está muy jodido, mejor solo que demasiado bien acompañado. Cuando se eluden los espejos por evitar la cruel imagen que nos devuelven, como para quedarse a contemplar las fortalezas de quienes por contraste amplifican nuestras miserias.

A quienes las pasan canutas se les receta ese positivismo barato de palabras como resiliencia, que a menudo abocan a la culpabilidad y a las comparaciones sangrantes