a Passiflora de la terraza comenzó a dar flores hace unas semanas, esas pasionarias llamadas también “flor de la pasión” pues algunas tradiciones las asocian por color y forma con las cinco llagas del Cristo lanceado. Fue esa, la de las llagas, una devoción inventada en el siglo XIII cuando al santo de Asís le surgieron las mismas heridas, que cundió mucho (incluso en nuestra ciudad, siglos después). Pero los verdaderos estigmas no nacen del éxtasis católico, sino de la maldad de una sociedad que clasifica por cualquier rasgo a colectivos a quienes quiere despreciar, acusar o expulsar. En sociología se analiza cómo nos comportamos ante individuos a quienes no aceptamos, qué marca utilizamos, decía Erwin Goffman, para inhabilitarlo. En los temas de salud funciona como estigma social casi cualquier cosa. Como el país de origen: lo pudimos ver al principio de la pandemia cuando, sabiendo que venía “de China”, se comenzó a evitar el trato con la población de origen asiático. Ni siquiera hacía falta que alguien fuera de la provincia china de Hubei cuya capital es Wuhan, ni siquiera chino. Se lo echaban en cara a personas de familia coreana o japonesa sin más. Puro racismo, claro, estigmatizado con la enfermedad. Se intentó remediar dejando de hablar de variantes y se pasó a nombrarlas con el alfabeto griego, pero el mal ya estaba hecho.

Ahora tenemos una nueva estigmatización de la conducta sexual con el tema de la viruela del mono (a los monos, como a los murciélagos, los estigmatizamos sin reparo, pero eso es otra historia), que no es una infección de transmisión sexual. Una vez más, colectivos cuyos derechos siguen estando minorizados y que requieren especial defensa en una sociedad plural, se inhabilitan como si las pústulas fueran de nuevo estigmas. No aprendemos.