Muchas chicas piropeadas desde el Colegio Mayor madrileño - “¡Putas, salid de vuestras madrigueras como conejas, sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea!” –defendieron ayer a capa y espada, cómo iba a ser si no, a sus galanes vecinos–. Una subrayó que no se sentía para nada ofendida por la rondalla, los niños solo hicieron una broma, y son tipo…nuestros amigos, jolín, nuestra gente. Y lamentó que alguien desde fuera, eso remarcó, desde fuera, pueda llegar a dudar sobre la categoría moral –así no lo dijo– de aquellos que “van a liderar nuestro futuro”. Ahí regaló sin querer el cogollo de este asunto.

La machistada es denunciable, la boronada con flequillo y sin bromuro también, pero lo más grave no es el berreo de chusqueros botarates ni el requiebro solidario de las floreadas. Al parecer, son hitos de un rito paleolítico de apareamiento al que solo le falta una tuna equilibrista entre los dos edificios. Tampoco lo es la sensación de impunidad, de impermeabilidad, de una clase social, masculina y femenina, que no disimula su sorpresa ante el escándalo. Se trata de una élite ajena a los cambios colectivos porque simplemente sus hábitos son otros, y no los entendemos. De modo que, cuando le toca mezclarse, muestra su extrañeza.

Lo peor, en fin, es la estimación impúdica de sí mismos como los dueños indudables del ayer y del mañana, eternos jefes del cotarro. Llámame machista, llámame borono, pero la vara de mando la sigo llevando yo. Y no me preocupa la pérdida de un poder perenne, casi don divino, como salir feo, o fea, en la foto. O sea, me muero, literal.