Leo las reflexiones de Svetlana Aleksiévich; lo hago después de pasar por un tanatorio. Casualidad. La escritora bielorrusa habla de sus novelas que son transcripciones de relatos que ella ha escuchado; narraciones de personas que giran en torno al amor, la lucha, la tragedia… Las páginas de sus libros dan voz a esas gentes cuyas historias superan a las tejidas por la imaginación más productiva. Pienso en la persona que acaba de fallecer, una mujer nonagenaria, en cuáles habrán sido los avatares de su vida, en todo lo que podría contar y, sobre todo, en la pérdida irreparable de los recuerdos que no ha compartido. Mi padre, por ejemplo, era un intenso contador de historias, las paladeaba en cada palabra y las proyectaba a través de sus profundos ojos azules. Cualquiera que haya visto y escuchado relatos de nuestros mayores –algunos de ellos recogidos en excelentes trabajos de memoria inmaterial– saborea esa literatura de viva voz, sin puntos ni comas, con pausas y en primera persona. “La memoria es el método para llegar al arte”, concluye Aleksiévich. La vida en sí misma es un arte (un drama, una comedia...) que siempre merece ser contado, escrito o escuchado. Para que sobrevivan los recuerdos. Los buenos y también los malos.