Qué poco importantes son en realidad las cosas supuestamente importantes, estaba yo pensando, cuando de repente me he dado cuenta de que he perdido las gafas. Las negras, de hecho. Mis viejas gafas negras graduadas que, por cierto, ahora que lo pienso, llevaban ya unos días de un humor melancólico. Puede que se estuvieran despidiendo, le digo a Lucho. Y me responde: ¡Olé! Todos nos enfrentamos a las dudas que tenemos todos, que son las que son, obvio. No obstante, a Lucho le ha dado ahora por decir ¡Olé! Sin más. Le dices cualquier cosa y te suelta: ¡Olé! Por ejemplo, estamos ahí sentados, como siempre, y de pronto pasa por delante Monica Belucci en bicicleta y le digo: ¿Esa no es Monica Belucci, la de la bici? Y me dice: ¡Olé! Y acto seguido lo rubrica con un despreciativo encogimiento de hombros. Naturalmente, no estoy seguro de que fuera Monica Belucci. Con el ojo izquierdo veo borroso. Y con el derecho, distante. Con ambos veo borroso y con ambos veo distante, de acuerdo, pero con el izquierdo es más borroso y, con el otro, lo otro. Ya ves. Esperemos que sea para bien, sin embargo. Gafas, de todas formas, hay a montones. Ya me compraré unas nuevas. Más modernas, me temo, claro. Pero, volviendo al tema de Lucho, que es lo que me preocupa, ahora tuerce el morro y me dice que ya no quiere hablar más conmigo. Lo malo es que ignoro por qué. No le he hecho nada. Creo. Le pregunto: ¿He hecho algo, sin querer, que te haya ofendido? Y me dice que sí, que le aburro. Ya me organizó una movida parecida hace poco. Al final, no sé qué le dije, pero logré convencerle para que nos reconciliáramos. ¿Qué te dije para convencerte la última vez?, le pregunto. Y me dice que no me lo quiere decir. Qué cabrón. Me lo saco de la manga para que me siga la corriente y ahora dice que le aburro. En fin. Es la vida, supongo. Está visto que a partir de cierta edad ya todo es humor negro.