Parecía una buena idea: como Ucrania no puede acoger el Festival de Eurovisión por la guerra, vetamos a Rusia por segundo año, pero nos vamos con Israel de fiesta a Reino Unido para que canten cancioncillas de paz mientras siguen a lo suyo en Gaza. Pero Eurovisión es caro, así que la BBC ideó un bonito escenario, tampoco en un sitio muy grande, para hacer un festival de trámite, que andaban liados con el spin off de Carlos y Diana. Este año, el nivel a concurso ha sido bajísimo, pero no es culpa (solo) de los británicos (quedaron penúltimos), sino de los países que, por despiste o dedazo, mandaron canciones de un nivel bajísimo, aunque tampoco ayudó que montaran para pasar el rato previo a la entrega de votos una verbena con participantes que no ganaron el año pasado. Aquello parecía el Qué tiempo tan feliz de la Campos con los descartados de OT versionando canciones famosas de otros.

Eurovisión tiene que darle un meneo a su fórmula, porque desde que hay redes sociales todo se filtra y no hay lugar para la sorpresa al verlo en directo: nos sabemos las canciones, las actuaciones, el vestuario, la realización… No solo se cuelgan días antes en Youtube y las vemos sin cambio alguno en las semifinales y en la final, es que además son un calco exacto de la actuación que ganó en el proceso de selección de cada país pero hecha a peor, como ocurrió con Suecia, la ganadora, que montó ese eurodrama a cuenta de que la plataforma que Loreen necesitaba usar en el escenario británico era más pequeña y cutre que la empleada en el Melodifestivalen, e igual que ocurrió con el plano cenital que no le podían dar a la actuación de TVE en su empeño de replicar el Benidorm Fest. Y cuando Eurovisión se convierte en ese lugar en el que tienes que reducir tus sueños para ajustarlos a un montaje más sencillito, mal vamos, porque hasta hace nada era todo lo contrario: el gran acontecimiento musical y televisivo donde la realización, los medios técnicos y el escenario eran rompedores, grandiosos e insuperables, y todo estaba milimétricamente medido para evitar tiempos muertos (y hubo muchos). Si acaso, solo ellos se podían superar cada año, pero este año, en el que el país anfitrión estaba de prestado, se ha notado más. 

Del otro lado, está el síndrome del comentarista con incontinencia verbal del que se han contagiado ya Julia Varela y Tony Aguilar (que hasta soltó una cuñita de Los 40, emulando a Ramón García en sus tiempos de Punto Radio). Los comentaristas de TVE pisaron con su charleta la canción de Kalush Orchestra, los ucranianos ganadores del pasado año, encargados de abrir el espectáculo, porque les parece más interesante que escuchemos sus tópicos que las canciones. Unos días antes, en la semifinal, siguieron hablando mientras saltaba la careta de salida de Eurovisión que indica que ha terminado el espectáculo y toca otra cosa.

Al final, ya saben, España firmó un mediocre puesto 17 (de 26) con la actuación de Blanca Paloma que, excepto los eurofans, nadie había vuelto a escuchar desde que la eligieron en el Bfest al ser reemplazada en las radios e incluso en la propia TVE (Días de tele, La matemática del espejo…) por Nochentera de Vicco. Si un tema no triunfa en España, ¿por qué iba a gustar en Europa? Así que TVE perdió 2 millones de espectadores en la final de Eurovisión y Blanca Paloma consiguió solo 5 puntos del televoto, prueba evidente de que, de haber tenido que pasar por la semifinal (donde solo había televoto), hubiera sido descartada sin llegar a actuar siquiera en la final del sábado.