Una mujer pide que se retire la orden de alejamiento a su pareja y agresor. Aguas oscuras y pantanosas. Traslada a la Ertzaintza que no vive con miedo ni tiene sensación de peligro. Mantiene una relación cercana con él. Algas que se enredan en los tobillos. Quiere darle otra oportunidad. ¿Para amarla? ¿Para matarla? Arenas movedizas. ¿Quien te ha maltratado es capaz de trazar una raya, cruzarla y convertirse en otra persona? Hay opiniones. Hay juicios de valor. Hay respeto al territorio estrictamente íntimo en el que los dos miembros de una pareja construyen un ecosistema propio. Hay un miedo, lógico, racional, a que quien ejerció la violencia contra su pareja vuelva a utilizarla. Aumentada, amplificada. ¿Puede la Fiscalía adoptar una resolución contraria a la decisión que ha tomado la víctima para protegerla? ¿Es eso paternalismo judicial? ¿Nos convierte en niñas sin capacidad para elegir lo que consideramos mejor para nuestra vida? ¿Y si el hecho de que la ley respete la decisión de la víctima es lo que termina con su vida? ¿Y si nuestro agresor nos termina matando porque le hemos permitido que se salte la orden de alejamiento, y nos localice, y conviva con nosotras? Hay un protocolo de seguridad. ¿En qué eslabón se ha roto? ¿Qué ha fallado? ¿Debe actuar la policía y la justicia por encima de nosotras, cubriéndonos, entendiendo que estamos atrapadas en una relación tóxica que nos hace vulnerables e incapaces de velar por nuestra seguridad? Preguntas que caminan sobre un alambre. Abajo se ven la aguas pantanosas, las arenas movedizas, las algas oscuras. Y a una niña de tres años que ha perdido a su madre, que ha visto cómo su padre la asesinaba. Y dos gemelos en el vientre de esa mujer. Terrorismo puro. El horror, la tragedia y el drama de una guerra encerrados en una habitación. Es tan terrible lo que ha ocurrido que no podemos casi ni hablar de ello. Pero es mucho peor no hacerlo.