Esta columna lleva a pie de obra 26 años. Se ha levantado 1.040 veces, cada lunes. Con resaca o con buen pie. Otras patinando de manera estrepitosa, tanto que alguien así no debería escribir ni albaranes. Algunos lunes, al leerla, he querido ahogarme en sosa caustica, otros ha sido como esa ducha fría que necesitamos para apaciguar el desasosiego. No pocas veces esta columna me ha parecido llena y estaba hueca. Y al revés. A veces ha salido con erratas, que son como picaduras de mosquito. Y con errores. Cesar Aira dice que cuando se comete un error, no hay que corregirlo, sino seguir adelante. Porque a veces, siguiendo adelante, los errores se capitalizan y dejan de ser errores.

En estas estaba, cuando el otro día esta columna se rebeló. Intentaba escribir pero las palabras se cambiaban de línea. Pero al tratar de llevarlas con el cursor de nuevo a su lugar, se transformaban alterando el sintagma. Así, los verbos querían ser adjetivos y los adverbios sustantivos, con lo que las frases se hacían ininteligibles y cojeaban. En otro momento, algunas palabras desaparecían dejando el texto a la intemperie, como un enfermo sin cura.

Noté entonces que aquella columna se estaba haciendo vieja. Lo noté porque en ese preciso instante me entró una fatiga de espanto acompañada de una extraña melancolía por el crepúsculo. Y me asusté. Me fui al mueble bar y me serví un gin-tonic para evitar que no se me pasara por la cabeza algo peor. Entonces ocurrió algo asombroso. De repente, la columna se corrigió sola.

Releí el nuevo texto aparecido: “Aquella ciudad estaba a las puertas del exceso que, como cada año reivindicaba como si no hubiera un mañana. Y ya tenía quien la gobernara durante cuatro años más. Años en los que algunas gentes soñarían con una nueva primavera en otoño y retrasar el invierno lo más posible”. Al llegar aquí el texto se quedó en blanco. Como esta columna.