El verano, como estación brutal, puede ser terrible, Lutxo, viejo amigo. Y lo será, si puede, no lo dudes. Le encanta el espectáculo. No obstante, la mayoría de las veces, de manera inconsciente, desde luego, quiero suponer que aun no está todo perdido, ya me entiendes. Lo malo es que en el instante siguiente pienso que probablemente me equivoco, claro. Yo me equivoco mucho, Lutxo: es un talento que poseo. Ahora bien, equivocarse por optimismo y equivocarse por pesimismo son cosas muy distintas. En ambos casos te equivocas, eso es cierto. Pero equivocarse por pesimismo es siempre preferible, te lo aseguro.

Yo, por ejemplo, estoy convencido de que, cuando volvamos a vernos en septiembre (dado que esta es la última columna de la temporada y aprovecho para despedirme de ti hasta entonces), Abascal ya será el flamante vicepresidente del gobierno. Con la ayuda de todos, vale. Y me imagino, conociendo la singularidad y pundonor del personaje, que querrá hacer algo que se vea. Dar el golpe de efecto inicial, el primer aldabonazo. El que anuncia a los cuatro vientos: ya estoy aquí. De modo que se me ha ocurrido una idea a favor de la igualdad de oportunidades. Y básicamente consiste en concienciar al profesorado de la enseñanza pública para que a partir del próximo curso inflen las notas de sus alumnos tanto como los de la privada. Ni más, ni menos. Lo ideal sería que se diera la noticia oficialmente, para calmar a la población. Con la finalidad, sobre todo, de evitar que los padres de los alumnos de la enseñanza pública se sientan tentados a matricular a sus hijos en centros concertados que segregan por sexo para obtener justicia académica, ya me entiendes. Si es que me entiendes, quiero decir, porque a veces no me entiendo ni yo. Claro que puede que me equivoque, Lutxo. Yo me equivoco mucho. Y me encanta, por cierto. Equivocarse es un placer, si eres pesimista.