El aspirante a presidente de EEUU Donald Trump es poseedor de una historia personal particular. Tras su paso por la Casa Blanca y su convulso desalojo del poder liderando todas las teorías de la conspiración que concluyeron con el asalto al Capitolio o con sus amagos de interferir en el recuento de votos de Estados como Georgia, ahora vuelve a protagonizar esperpentos y secuencias que, entre el común de los mortales, y más aún entre la clase política, deberían incidir en un desprestigio supino y en la depauperación de cualquier opción electoral. Sin embargo, Trump empieza a dar cuentas a la Justicia ahora y, en vez de penar en las encuestas, el empresario está utilizando su inculpación en diferentes cortes y juzgados para jugar la carta de la victimización e impulsar así su candidatura, primero a las primarias del Partido Republicano y, después, a una eventual contienda por la jefatura de Estado con el actual presidente, Joe Biden, a finales de 2024. Hasta la fecha, su estrategia no va mal, y ya aventaja a sus rivales republicanos en más de 30 puntos demoscópicos. Y, lo peor, parece que está por llegar. No en vano, Donald Trump está implicado en la actualidad en cuatro procesos judiciales y, además, soporta acusaciones por varias decenas de cargos penales por obviar secretos de Estado, por obrar para manipular resultados electorales o por incitar a la rebelión. Debido a ello, fue detenido momentáneamente y fichado el pasado 24 de agosto en la prisión de Fulton al aplicársele la legislación antimafia acusado, junto a casi una veintena de colaboradores de su gabinete, de liderar una banda criminal organizada para cometer fraude electoral. Su fotografía en la ficha elaborada por el penal, del que salió tras pagar una lustrosa fianza, debería haber supuesto la sepultura política para el candidato. Sin embargo, ya es su cartel de campaña y nudo gordiano de una estrategia que no duda en golpear los pilares de la democracia y los cimientos y la solidez de las instituciones que la tutelan y gestionan como munición electoral para sus acólitos de ese ente conocido como la América profunda. Si su candidatura llega finalmente a buen puerto, el sistema de la primera de las democracias del mundo estará en peligro y, con él, buena parte de los equilibrios internacionales tejidos durante décadas.