Mi primer recuerdo de Felipe González es de 1988. La huelga general de aquel año contra el Gobierno del PSOE paralizó el país dejándonos sin dibujos animados. De Alfonso Guerra empecé a tener referencias más tarde, seguramente con su dimisión en 1991 que tampoco llegaba a entender. Después vendrían los GAL, la corrupción, el caso Lasa-Zabala, el abrazo en la puerta de la cárcel de Guadalajara o la fuga de Luis Roldán a Laos. Hasta que en 1996 perdieron el poder en medio de un hartazgo tan general que la derecha postfranquista había dejado de dar miedo.

Han pasado casi 30 años desde que aquel PSOE salió del Gobierno. Así que es poco probable que González y Guerra puedan ser hoy algún tipo de referente ético o político para un votante de izquierdas que no supere los 50 ó 60 años de vida. Los buenos años de la transición, los de la foto del Palace y de la histórica mayoría absoluta de 1982, quedan demasiado lejos como para que sus opiniones puedan condicionar un proceso de investidura que habla de cuestiones mucho más reales, tangibles y actuales que la memoria de dos políticos con un pasado ciertamente oscuro.

Más bien al contrario. Es muy probable que con los ataques de esta semana, cargados de elitismo y misoginia, llamando a la rebelión en las filas del PSOE de la mano del PP y de su coro mediático, acaben provocando justo el efecto contrario.

Como recuerda Santos Cerdán, número dos del PSOE y figura clave en las negociaciones con el independentismo vasco y catalán, la posición de la ejecutiva socialista tiene el aval de la militancia del partido. La decisión final será de Sánchez, que es a fin de cuentas el líder absoluto del partido. Pero su estrategia de pactos ha sido refrendada en el congreso del partido primero y por las urnas después. La derecha planteó las elecciones como un plebiscito en torno al candidato socialista y sus acuerdos de Gobierno y perdió.

No está claro qué va a ofrecer Sánchez a sus aliados a cambio de la investidura, pero si algún militante socialista tenía dudas es muy probable que ya haya elegido bando. El de la actual dirección socialista y el de José Luis Rodríguez Zapatero, que tras el amargo cierre de ciclo que supuso su gestión de la crisis financiera de 2008, la que provocó el 15-M y fracturó el PSOE, ha sabido entender que la vía elegida por Sánchez es la única que lleva a La Moncloa. Aunque ello suponga pactar con la izquierda abertzale y hacer borrón y cuenta en Cataluña.

El legado de González

Ese es seguramente el principal reproche que se le puede hacer a Pedro Sánchez. Que su apuesta por la normalización lingüística, por el diálogo y por la amnistía tenga solo un interés táctico. La necesidad de sumar votos para sacar adelante la investidura y garantizar la gobernabilidad. No es la mejor motivación para afrontar un conflicto de raíz política, pero es lo suficientemente sólida para dar pasos que de otra forma hubieran sido difíciles de dar.

El próximo martes Alberto Núñez Feijóo se someterá al pleno de investidura y se especula ya con la posibilidad de un tamayazo. Que varios diputados del PSOE voten al líder del PP o se nieguen a apoyar a su candidato cuando le llegue el turno a mediados de octubre. No es algo que se pueda descartar porque ya lo hemos visto en ocasiones anteriores. Pero no haría sino engrandecer la figura de Sánchez, reforzado cada vez que la vieja guardia ha ido a por él.

Un Gobierno de Feijóo sostenido por tránsfugas no iba a durar mucho, y la legitimidad de Sánchez iba a crecer ante los militantes del PSOE y sobre todo ante los ojos de los ciudadanos, que antes o después deberían volver a las urnas. Sánchez ganó el marco electoral el día en que se negó a votar a Rajoy fijando un eje izquierda-derecha que ha dado a los socialistas una centralidad que la derecha solo puede derrotar con mayoría absoluta.

Y esta campaña de acoso y derribo contra el nuevo Gobierno por parte de los mismos que la azuzaron contra el Gobierno de González y Guerra no hace sino poner de manifiesto la necesidad de avanzar en la pluralidad y transversalidad del Estado. De aceptar y defender las reglas del juego democrático ante la actitud de una derecha que sigue empeñada en cavar una zanja que le impide sumar alianzas más allá de la extrema derecha.

Es posible que ni González ni Guerra busquen un Gobierno del PP en España. Que solo quieran que les hagan caso para volver a tener la influencia que tan bien les ha permitido vivir todos estos años de la mano de amistades y vínculos a los que ya no pueden ayudar y ante los que ya no pueden presumir. Lo que no deja de ser consecuencia del propio paso del tiempo, que no suele ser fácil de asumir para quien lo fue todo y se resiste a aceptar que ya no es nada.

Ejemplos de quienes acabaron manchando lo que llegaron a hacer con lo que quisieron ser después hay muchos. Ahí está Miguel Sanz tratando de marcar el rumbo de un partido que ya no dirige. Una senda en la que hace tiempo se adentraron González y Guerra de la mano de buena parte de la elite de su generación. Incapaces de entender que para quienes nacieron después de 1982 no son dos héroes de la transición, sino dos viejos cascarrabias e interesados que se empeñan en evitar un nuevo Gobierno progresista en España. Y esa va a ser otra mácula muy difícil de limpiar.