A Osasuna le tangaron un gol legal el jueves que hubiese supuesto el 1-1 en casa ante el Atlético de Madrid a falta de unos quince minutos para el final y en medio de una dinámica local favorable. Lo que hubiese podido pasar no se sabe, pero el árbitro anuló un gol por una falta inexistente, el VAR no llamó al árbitro para revisar la jugada y del 1-1 se pasó al 0-2, la expulsión del entrenador rojillo y el enfado monumental de una hinchada que ya lleva muchas de estas. Un jugador de Atlético empujó claramente a Aimar, éste al desequilibrarse pegó levemente con la mano a otro jugador del Atlético y el del Atlético cayó fulminado como si le hubiese golpeado Tyson. El gol de David García, anulado. Una indignidad más. Pero el caso es que luego al día siguiente lees las declaraciones del entrenador del Atlético de Madrid, el mal llamado equipo del pueblo –tiene la 2ª masa salarial de la Liga, por encima del Barcelona, seis veces más que Osasuna– y Simeone se marca un “golpean a Witsel y le hacen falta”. Bueno, este es uno de los problemas que hacen que te hartes del fútbol como deporte, la total falta de honestidad de muchos entrenadores y jugadores a la hora de reconocer jugadas y acciones y a la hora incluso de exagerar entradas y mostrar actitudes. Es un deporte que muchas veces premia el engaño y que permite acciones completamente alejadas de lo que se llama espíritu deportivo. El espíritu deportivo también hay que mantenerlo en las declaraciones y tomarse la molestia de ver bien una jugada clave y luego salir a hablar con cierta dignidad profesional. Por no hablar de que los árbitros nunca salen y jamás sabemos qué opinan de la jugada una vez vista en pantalla. Pueden –y en ocasiones lo hacen– marcar el signo de un partido pero pitan el final y ni palabra. Un deporte instalado aún en el pasado y con mucho teatro y mafia en su interior.