A estas alturas de la vida uno de no debería sorprenderse por casi nada y menos porque en el debate de investidura del presidente del Gobierno de España, no haya habido una sola referencia al proyecto europeo común en el que vivimos y del que dependemos. Hace dos meses en el debate electoral entre los candidatos, ni el acrónimo UE, ni la agenda de temas a los que nos enfrentamos los ciudadanos europeos, estuvo presente. Entonces y ahora, ni escuchamos una sola palabra, ni una sola referencia, ni una sola idea sobre Europa. Será porque en la Unión Europea no pasa nada relevante, será que la legislación y los retos que estamos abordando son nimios e intrascendentes. O tal vez, es que el ruido en casa es tan insoportable que somos incapaces de poner oído a lo mucho que sucede a nuestro alrededor.
Gestiona la UE una agenda plagada de asuntos de enorme trascendencia presente y futura. Para empezar, seguimos inmersos en una guerra continental, cada día más enquistada y que cada vez nos cuesta más a los europeos. Un conflicto que condiciona económica y políticamente nuestra realidad. Estamos, además, en medio de una batalla a muerte por la hegemonía mundial entre EE.UU. y China, con el papel de convidado de piedra y pagafantas a un tiempo. Asistimos como gatos de escayola a la tragedia de las muertes de migrantes en el Mediterráneo un mes sí y otro también. Mientras, estamos convirtiendo nuestros países en desiertos demográficos habitados por ancianos dependientes, un solar que socaba las bases de la sostenibilidad del Estado del Bienestar. El drama medioambiental nos asola las cuatro estaciones del año, pero frenamos nuestro Pacto Verde porque es caro e injusto, como si salvar la vida del Planeta tuviera precio. Pretendemos cerrar la brecha digital con nuestros competidores y la Inteligencia Artificial nos pasa por encima como un sunami.
Todo mientras las clases medias europeas siguen perdiendo poder adquisitivo desde las últimas dos décadas. Y aún nos queda tiempo para hablar de ampliación a más de 30 países de esta juerga en que estamos convirtiendo la Unión. Eso sí, la alargada sombra del populismo ultra, eurófobo y partidario de recortar derechos y libertades se extiende poco a poco por los socios del club. Al fin y al cabo, todo lo que señalo son minucias, simplezas, porque en el fondo, ¿cuál de estos temas puede quitar el sueño a los aspirantes a dirigir España? Nosotros tenemos nuestra particular agenda de asuntos propios, los de siempre, los del patio patrio, los del ombliguismo de plaza Mayor, los del enfrentamiento perpetuo sin una sola idea que llevarse a la boca, salvo el del garrotazo de la inconsistencia intelectual. Pero las cosas en Europa se mueven, a pesar de una presidencia española que pasa sin pena, ni gloria, oportunidad tan desaprovechada, como debate de investidura estéril.
El grupo de sabios franco alemán, una docena de jóvenes sin bagaje alguno, pero avalados por los intereses de sus respectivos gobiernos, pontifican en un documento de 60 páginas, sobre cómo debe ser el futuro de la Unión Europea. Y aquí, en la Península, allende los Pirineos, ni se han enterado los iniciados de la cosa pública. No es que no tengamos un proyecto europeo, que debería ser ibérico, que contraponer, es que ni siquiera somos capaces de discutir lo que nos dicta París o Berlín, por muy nocivo que sea para nosotros. En España importan otras cosas, inmersos en un debate apocalíptico sobre el destino eterno y universal de lo español. Una identidad diluida en los dimes y diretes de alcoba, que cada día nos saca más de las mesas donde se toman las decisiones. En fin, estamos encantados de ser ilustres ignorantes del rumbo del mundo, siempre y cuando sigamos protagonizando nuestro triste sainete patriotero.