Yo creía que antes, cuando era joven, no era fatalista. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que sí lo era. Más o menos del mismo modo en que lo somos todos. Porque, en el fondo, todos lo somos. Aunque no nos guste y nos empeñemos en negarlo. Puede que por eso me haya fascinado siempre tanto la idea del fracaso. No hay que tener sueños pequeños. Es preferible tener grandes sueños para que sean irrealizables. Para que nunca se cumplan y no te quede otro remedio que acostumbrarte a aceptar el fracaso. Al final no hay otra cosa que fracaso y hay que vivir con eso. Esa es la cuestión.

No obstante, si me dieran el Oscar o el Nobel, o tal vez el Planeta -nunca se pierde del todo la esperanza si se es humilde-, yo me las apañaría para soltar un discursito humorístico acerca de la belleza y verdad del fracaso. Y también acerca de la felicidad del fracaso. Y acerca de todos esos aspectos más o menos tragicómicos que suelen encontrarse en los alrededores del fracaso. A veces es mejor no hablar, lo sé. No obstante, ahora que lo pienso, había algo que quería decir acerca del crimen. A ver si lo consigo sin pasarme. El crimen está y siempre ha estado ahí, claro. El crimen forma parte de la naturaleza y de la historia de la humanidad. El crimen y el dinero son las estrellas del show, podríamos decir.

De hecho, el crimen y el dinero siempre están flirteando. Bailan juntos. Y todas las naciones están hechas con crimen y dinero sangriento. Las naciones se construyen con ese tipo de materiales, eso lo sabe todo el mundo. Y luego están las palabras que suenan bien, las mentiras piadosas y las buenas intenciones, supongo. Pero lo primero es lo otro, me temo. El éxito del crimen. Ser fatalista, en realidad, es inevitable. Cómo no vas a ser fatalista. Echas un vistazo al mundo y ¿qué ves, Lutxo?, le pregunto. Y me dice: Ves lo que ves.