Estoy pasando unos días con A. Hace unos años, frente al mar, mientras nos relamíamos detrás de las gafas de sol con la conversación disparatada de la mesa de al lado, acuñamos una expresión, vacaciones decadentes. No en el sentido de decrepitud, que llegará también, sino como un modo alejado de la prisa, la voracidad de ver y haber estado y dejar constancia. Como si ya hubiéramos visto o hubiéramos decidido que para qué y ya, de vuelta, lo deseable fuera solo la vida en sí, sin listas ni rangos de objetivos, experiencias que hay que tener o lugares que hay que visitar ni posterior edición de fotos en el perfil para que se sepa.

Creo que muchas personas pueden reconocerse en esta aspiración de sosiego. A dice que lo que ocurre es que no queremos meternos en dinámicas productivas en el tiempo de ocio. Así es. Yo no quiero competir contra una agenda y menos contra mí misma.

No es que me parezca que no haya que ver una exposición o un monumento o una obra, pero me pasa últimamente que me asaltan dos certezas. Una, que la acumulación me perturba y, si la puedo evitar, la evito. Una visita a un museo se puede justificar por un cuadro. Varios pueden emborronarla. Tres salas es un exceso que entorpece la digestión, la vieja tensión entre lo cualitativo y lo cuantitativo.

Y dos, los circuitos establecidos son jerárquicos, proponen recorridos para conocer la obra del poder y del dinero. Pensamos que visitar estos espacios nos ilustra o completa el currículum. No digo que no, nos ayuda a entender el mundo y sus sencillas instrucciones. Digo que hay otros espacios que consideramos no visitables o enriquecedores y me pregunto y me contesto por qué.

Pensamientos del puente foral, que es largo.