Como cada mañana, llegó a la Biblioteca General. Fuera, el frío mordía las aceras. El hombre arrastraba los pies con un andar mecánico, como si diera golpes a cada paso. Se movía torcido, ladeando el cuerpo, como buscando el eje de rotación. Sus ojos yacían apoyados en unos pómulos tan hundidos como el Titanic. Aquella noche, como otras, había sido un trasiego entre portales donde ubicar un cuerpo cansado. Su aspecto en general indicaba una existencia que parecía discurrir por un plano inclinado.

Se ubicó en la sección de prensa y revistas, muy frecuentada a aquella hora por jubilados cuyo tiempo se había convertido en un juego de esperas. Se encogió sobre su propio cuerpo, como queriendo acumular todo el calor del aquel edificio inmaculado. De su bolsa de plástico sacó un libro muy usado. Me fijé en el título: Visible como el aire, legible como la muerte, del poeta iraní-mexicano Moshen Emadi. Lo abrió por un poema que alcancé a leer mientras él también lo recitaba en voz baja, como un rezo susurrado: “nadie recuerda su nacimiento/nadie regresa de la muerte”. Siguió recitando el resto del poema hasta que su cabeza cedió y entró en un profundo sueño. Como si se hubiera tomado una infusión de oscuridad.

Curioso, traté de localizar aquel libro. Fui al mostrador y una funcionaria me atendió amablemente, “lo siento, ese libro desapareció de manera misteriosa hace años”, dijo la bibliotecaria. Pensé entonces que aquel hombre se habría hecho con él por alguna extraña razón. Observé al hombre que seguía envuelto en un sueño profundo. Sin embargo, su voz sonaba con una excelencia poética. Y aquella sala de lectura se llenó de potentes metáforas que el resto de lectores y pensionistas comentaban con inusitada voracidad. Alguien preguntó si aquello era un club de lectura. El hombre despertó y dijo, “sí, el único modo de rebeldía realmente eficaz es la lectura”.