La vieja lucha de clases se ha trasladado al súper, justo a la altura de las estanterías del aceite. Ahí, en esa línea de juego, se está librando la gran batalla de la desigualdad. El aceite de oliva ha sustituido a la tasa AROPE, un indicador que mide la pobreza. Si compras aceite de girasol, de semillas o margarina estás a un lado, si compras de oliva virgen, a otro. En la pescadería pasa lo mismo. Elvira, la pescadera del mercado del Ensanche donde suelo ir, me dice que han bajado mucho las colas. De gente, aclara. Y también las de merluza; ahora la clientela solo mira el precio. Y como mucho se tira a la faneca.

Altube, que se lee todo, hasta la composición del papel higiénico, me dijo el otro día que según la Encuesta de Condiciones de Vida de 2023, el 6,4% de la población no puede permitirse una comida de carne, pollo o pescado al menos cada dos días. ¿Lo ves?, dijo, ahí está ahora la brecha de clases, en lo que comemos. Pero hay más, siguió Altube, porque el porcentaje de población en riesgo de pobreza o exclusión aumentó hasta el 26,5% desde el 26% de 2022. No me jodas, le dije, eso significa que 12,7 millones de españoles, o como quieras llamarlos, se han atascado en el ascensor social, vamos, que viven al pairo. Así es, 12,7 millones que parecieran no existir, como si nadie supiera de ellos más allá de las colas del hambre. No sé Altube, dije, quizá sea cosa del discurso oficial empeñado en invisibilizar la pobreza, reducirla a los sintecho e insistir en que todo está lleno: de bares, terrazas, restaurantes, turistas y viajes al fin del mundo. Ya que hablas de viajes, dijo Altube, sabes que Canarias y Andalucía, inflaccionadas de turistas que se dejan millones, tienen las tasas de pobreza más altas de España. No lo sabía, dije, pero te diré que en esta liga Navarra va la tercera por arriba. Lo que no quita que ser pobre aquí sea más jodido. Ni pa fanecas llega.