El inabarcable mundo de la comunicación digital que campa por las plataformas digitales o los gigantes que controlan la circulación y la información por Internet se asemejan a una grandiosa Biblioteca de Alejandría al alcance de prácticamente toda la humanidad. Un acceso ilimitado al conocimiento humano, un potencial enorme con sus aristas positivas y negativas. Todo ello es sabido. De la misma forma que las redes sociales se asemejan a la vieja Ágora griega o al viejo Foro romano. Y en una versión más moderna a las plazas, pequeños claros en los bosques de asfalto que nos rodean.

Esos tres ejemplos han sido parte fundamental en la construcción del corpus de la llamada cultura humanista, no sólo occidental, también oriental. De esos espacios de debate público surgieron los modelos de convivencia y a partir del diálogo y la discusión se fue alimentando un sistema de valores democráticos y derechos humanos. Y también el sistema capitalista de negocios. Nada fue casual ni inmediato. La historia aún está en marcha y el cambio social es una constante de la evolución cultural, política y económica de las personas.

Y la ágora electrónica es ahora uno de los ejes de ese debate público, uno de los foros claves en la actual evolución de la sociedad, de sus corrientes de opinión. Pero su evolución ha hecho que aquella semejanza original de los primeros tiempos haya derivado en una simple sustitución. Que se vaya pareciendo más a la biblioteca de Jorge de Burgos en El nombre de la rosa. Las diferencias son tan enormes como el paso del tiempo que diferencia un espacio físico como punto de encuentro humano y los actuales escenarios digitales de comunicación e información.

De lo cercano y próximo, del conocimiento real de los emisores en el intercambio de ideas y propuestas a un espacio inabarcable de conexiones electrónicas con todo tipo de interacciones y un número casi infinito de posibles interlocutores. Y por eso mismo es ya un preciado objeto del deseo para los poderes económicos, políticos o policiales. El control del debate público ha sido siempre una obsesión de los poderes. Y lo es ahora.

El incontrolable crecimiento de los bulos, las noticias falsas y la mentira que se han instalado en la política, la economía o la vida cotidiana también impulsa nuevas campañas para limitar la capacidad de libertad de expresión y de opinión. No es nuevo tampoco. Es evidente que en muchos casos, esas redes sociales no son más que patéticos espacios de vomitorio, y que esas conductas no son de recibo ni forman parte de un debate libre y democrático. Se insulta, descalifica y amenaza al amparo del anonimato, pero ya hay leyes en Europa y en el Estado democráticas, al margen de la infame Ley Mordaza del PP, para acotar esa capacidad. Y ése debe ser el espacio de actuación policial o judicial. Solo falta una justicia democrática y garantista que las apliquen. Quizá sea esa carencia otra parte del problema de esta mierda diaria de desinformación y bulos. Aumentar sus límites parece más bien el intento autoritario y abierto a la arbitrariedad de controlar a la sociedad y de limitar derechos fundamentales. Y sería un triunfo de quienes se benefician política, social y económicamente de esas prácticas antidemocráticas. Hay que tener cuidado con lo que puede esperar detrás de esas puertas una vez que se abren.