Ayer comenzó el verano y estuvo todo el día o casi todo oscuro y lloviendo –una lluvia que viene muy bien, dicho sea de paso– y con una de esas mañanas que hacen honor a la autobiografía del cantante y líder de Suede, Brett Anderson, que la tituló Mañanas negras como el carbón.

A ratos caían mantas de agua que empapaban los parques ya amarillentos y sonaban algunos truenos y a mí me daba por pensar que todo eso pasaría y que algún día no muy lejano y con suerte estaría mirando al mar, sintiendo el calor en el cuerpo y el frío en los pies mientras las olas van y vienen. Cuando era chaval el mar no me gustaba, me daba una mezcla de miedo y de pereza, con toda esa sal y arena que te andaba picando por el cuerpo el resto del día.

Ahora, en cambio, solo mirarlo y estar cerca me ofrece una enorme tranquilidad, especialmente por las mañanas y por las noches. Vamos, que voy a marchas forzadas camino de jubilado alemán. Y me gustan las montañas y el verde, ojo, mucho, pero como precisamente de eso tengo mucho y cercano todo el año es lo otro lo que me llama la atención: terrenos secos, playas cuanto menos domadas mejor, algo de gente pero sin pasarse ni tampoco playas solo para mi. Cada vez me atrae más esa geografía, que nos mira con envidia por la que tenemos nosotros pero a la que emigramos muchos aunque sea temporalmente para desintoxicarnos de lo que tenemos por aquí.

¿Nos vamos para alejarnos del territorio o para vaciar mejor la cabeza después de un curso entero? No lo sé, tal vez sea una mezcla de ambas cosas. Y tal vez sea cierto eso de que esa geografía que tanto nos atrae en julio porque estamos de vacaciones no nos resultaría nada atractiva si la pisásemos mientras trabajamos y durante todo un año, con sus meses invernales incluidos. Pero, ahora, es una esperanza a la vuelta de la esquina. Y sin esperanza no se puede vivir. Otro trueno.

Lluvia en Pamplona este jueves por la mañana. Javier Bergasa