Cuando se cumplen 10 años del apresurado y opaco relevo en la cabeza de la Casa Real española ante la deriva de la institución entre los problemas de salud del anterior re Juan Carlos I y los sucesivos escándalos públicos por sus andanzas privadas, salchuchos y delitos fiscales y el alto coste de los casos de corrupción que han afectado a relevantes miembros de su familia, el Parlamento de Navarra rechazaba esta semana una declaración de apoyo a la Monarquía que impulsaba el PP. Juan Carlos I acabó huyendo vergonzosamente al exilio en Abu Dabi para evitar a la justicia y allí vive a papo rey para de vez en cuando volver a algún sarao o ir Galicia a hacerse unas regatas en el mar. No parece ser ese el caso por ahora de Felipe VI y Letizia, pero eso tampoco le otorga ningún plus de legitimidad democrática. La Cámara foral ha demandado más de una vez una consulta a la ciudadanía para decidir democráticamente entre República y Monarquía. Es una posición política legítima que refleja la mayoría del Parlamento de Navarra y que coincide también con la posición de la mayoría de los navarros y navarras, que en sucesivas encuestas han mostrado su desapego al modelo monárquico y su apoyo a los valores republicanos. Porque al igual que impusiera el dedo del genocida Franco a Juan Carlos de Borbón como jefe del Estado tras obligarle a jurar los Principios Fundamentales de aquel régimen dictatorial, el dedo de Juan Carlos decidió el nombre de su hijo Felipe. Es precisamente la falta de legitimidad democrática de la Monarquía –un modelo vitalicio y hereditario–, la mayor losa de su pérdida de credibilidad y apoyo social. Ahora sabemos que Suárez evitó la pregunta sobre Monarquía o República en 1978 porque las encuestas que manejaba su Gobierno apuntaban a un claro triunfo del republicanismo. No sé si seguirá siendo así ahora, pero mientras la Monarquía, que conforme transcurre este siglo XXI resulta una institución más anacrónica, no se someta a la libre voluntad de la sociedad en un referéndum, esa falta de legitimidad seguirá ensombreciendo su imagen, la credibilidad de su discurso y la validez de su papel institucional. Negar la palabra a los ciudadanos rebajando su condición civil a la de meros súbditos que doblan el espinazo ante el Rey es un retroceso democrático. O quizá se trate de que no es sólo un problema de familia. Va más allá de los Borbones. Hay todo un conglomerado de aduladores, súbditos y pelotas, que no sólo llevan años bailando las gracias, sino que se han dedicado a tapar y ocultar sus sucesivos desbarres. Basta ver estos días los reportajes e imágenes oficiales que ha distribuido la Casa Real para celebrar el 10º aniversario de su reinado y que ha publicado acriticamente la prensa cortesana. Sin el más mínimo análisis serio. Viven, hablan, escriben, sentencian y dan lecciones de espaldas al pueblo. Puerta abierta a los fanatismos. En este contexto, nadie tiene el futuro seguro. Tampoco Felipe VI. Sin una apuesta regeneradora, incluida la monarquía parlamentaria si así lo deciden los ciudadanos, que ponga fin a esta sucesión de capítulos bochornosos de la política, la justicia y los medios, que mezclan los mejores guiones de Berlanga y Ozores, todo acabará mal. En todo caso, no cambiaría mi vida por la de Felipe VI ni un rato por probar.