Para calmar sus ansias de aventura, Livingstone se fue a buscar las fuentes del Nilo, Amundsen alcanzó el Polo Sur o Neil Armstrong se marchó hasta la luna para ver una perspectiva diferente de la tierra. Otros, para recolocar su testosterona se plantan en las calles del casco viejo pamplonés con la intención de medir sus fuerzas con unos bichos de casi seiscientos kilos. Y que salga el sol por Antequera.

Y hay veces que sale bien pero otras, no tanto.

Total que si, para meterte el chute de adrenalina, eliges un día entre semana, con seis toros que habitualmente suelen hacer vuelo rasante y decides que tu pista de despegue sea la Estafeta, tienes muchas posibilidades de comprobar la dureza del adoquinado de esta nuestra ciudad.

Es cierto que el fin de semana siempre hay más gente -no se quien se encarga de contar, pero se suele hablar de hasta 4.000 participantes- pero muchos son espectadores privilegiados que quieren sentir el riesgo cerca pero no mucho y ocupan espacios que a otros les pueden venir bien en un momento de apuro. La cifra baja entre semana más o menos a la mitad, pero los que quedan suelen ser gente con más ganas de pegarse al toro. Como no hay sitio para todos, pasa lo que pasa.

Y con los toricos madrileños no cabe ninguna excepción. Primero, un Santo Domingo de manual, con muchísima gente de blanco y rojo, mansos apretando por delante y el corredor tirándose al medio de la calle para coger lo que se pueda. Pero agobios, los justos.

El Ayuntamiento es final para unos y transición para otros buscando la segunda parte del trayecto de cada mañana.

Luego, una curva entre Mercaderes y Estafeta propia del mejor libro de estilo con los toros rozando ese vallado ciego para enfilar la calle más larga del encierro a todo gas. En la primera mitad se sigue viendo mucho rojo y blanco pero a partir de la bajada de Javier, el colorido estalla como si fueran los fuegos artificiales. Se suceden las peleas por coger sitio, es complicado y caro meter los riñones delante de los pitones del toro y en muchas ocasiones no se respeta la carrera del que ya va enfilado en un baile cuasi perfecto con la manada. Y claro, todo desemboca en una suerte de topetazos, trompazos y caídas violentas que, afortunadamente, suelen solventarse con betadine, tiritas y un par de aspirinas. Salvo que seas de esos inconscientes que eligen las zonas ciegas de cualquier recodo del camino –en este caso la doblez entre Telefónica y el callejón– y no requieren una asistencia mayor porque el capotico del santo suele trabajar a destajo. O porque Cantaor, el torico más ligero de la manada, un negro burraco de 540 kilos, prefirió ignorar su insensatez, parar un par de segundos interminables, quitarse la gente de encima a base de empujones y correr buscando a sus hermanos y la calma y quietud de los corrales.

Por cierto, en mi habitual vermú del día 8 –sigo sin explicarme cómo todos los años se prolonga hasta más allá de los fuegos– con los cuatro jinetes del apocalipsis; es decir Satur Barba, Toño Echarri, Iosu –un tipo fetén aunque tenga el pequeño defecto del ser guipuchi– y Angelito Arellano, coincidí con mi amiga Ana Hueso y me confesaba con vergonzoso orgullo que la gente de Napardi va a homenajearla en la mañana del día 11. Acto íntimo en una sociedad privada, pero me adhiero incondicionalmente a cualquier tipo de agasajo que se haga a una de las personas que más misterios conoce de nuestra ciudad en su condición, durante muchos años, de Archivera municipal.