El nuevo capitalismo que ha mutado en este siglo XXI, amparado por las medidas políticas, económicas y fiscales de los gobiernos de los países desarrollados, acogotados ante el discurso ultraliberal y neoconservador, necesita de una compra de objetos y servicios cada vez en mayor cantidad y variedad y también de una renovación de éstos de forma cada vez más rápida, independiente de las necesidades objetivas de utilidad para los ciudadanos. El ocio, ahora que estamos en agosto, refleja bien ese ansia consumista desenfrenada que padecemos como una pandemia sin efectiva al alcance.
La imposición del consumismo, que convierte al consumo en el motor de la producción, tiene efectos medioambientales (pérdida de riqueza natural, calentamiento global, contaminación del agua, suelo y aire, hambre y guerras, en la mayoría de los casos precisamente por el control y explotación de las materias primas) y una evolución social negativa que produce una dualidad social cada vez más exagerada de pobreza, exclusión y marginación. La situación de África es el ejemplo más claro de la condena de un continente a sufrir el saqueo de sus recursos, el hambre y, como consecuencia de todo ello, la enfermedad y la muerte.
Pero también son ejemplos de la deriva consumista en nuestras democracias occidentales la explotación laboral y la pérdida de derechos sociales que al amparo de la ofensiva política y mediática ultraderechista, con el control de las principales redes sociales como punta de lanza, busca el desmantelamiento del Estado de Bienestar y la conversión de los derechos básicos que ampara en simples negocios para los grandes fondos de inversión que controlan la economía especulativa que manda ahora en el orden internacional de los mercados.
Mientras, las economías familiares, las clases medias y las rentas de trabajo, incluidos autónomos y pymes, asisten atónitos a la pérdida de riqueza y del valor de sus activos. Sin olvidar los propios efectos negativos en las personas: desde la salud mental (altos índices de uso de tranquilizantes, estimulantes, euforizantes), al olvido de la ética del comportamiento o a una percepción parcial, nihilista y acrítica de la realidad en la que el individualismo y el todo vale van ganando espacio a la convivencia, la colaboración y los valores democráticos.
El consumismo, que está instalado en nuestras casas, acomodado en nuestras costumbres, parasitado en nuestras economías, acostado en nuestros sueños, es una parte más del asalto frío y calculado de la economía especulativa al sistema democrático. Es difícil entender algo de todo esto que se engloba bajo esa idea general de volatilidad con la que se define este presente. O quizá ya no haya nada que entender ni decir. Simplemente, unos pocos han decidido repartirse la riqueza común como un vulgar botín.