Sin ETA, sin procés, con la amnistía digerida por una parte muy importante de la sociedad, y con la economía sin desbocarse, la derecha y ultraderecha entonan el más madera. Más allá del rasgado de vestiduras por el acuerdo de financiación de Catalunya, ultras y conservadores apuntan a un nuevo caballo de batalla para movilizar voto y rascar en el abstencionismo: la inmigración. El PP, que lleva intentando reabsorber el espacio de Vox desde 2018 a base de derechizarse, sabe que los de Abascal van a pisar aún más el acelerador en este asunto tras la ruptura de los gobiernos de coalición autonómicos. La cuestión migratoria pinza el nervio ciático de conservadores y reaccionarios europeos, y partidos como el mencionado o Aliança Catalana van lanzados a envenenar un asunto tan sensible como nuclear en las sociedades abiertas y con memoria, dentro de un mundo interdependiente aunque segregado entre amplias zonas de oportunidades y enormes injusticias sociales. Esa es la raíz del denominado y manoseado ‘efecto llamada’: la macrodesigualdad, el instinto de supervivencia, la aspiración a vivir mejor y disponer de posibilidades. 

La derecha radical ha abierto las compuertas a un discurso muy peligroso, que está empapando en la opinión pública, y que requiere una réplica clara y más articulada a base de buena información y de políticas de gran angular para abordar el fenómeno. El progresismo tiene que estar a la altura ante un asunto que depende de cómo se aborde, puede definir en un sentido u otro esta época. El odio corre más lento que el miedo, pero mezclados con racismo, multiplican la pulsión autoritaria. De base existe un racismo explícito y otro mucho más camuflado, no reconocido pero latente (de aquí a una década veremos qué pasa en muchas familias si se generalizan las uniones interraciales). Además sabido es que un sector de la sociedad adora la manu militari, y otro se pone sistemáticamente de perfil ante las vulneraciones de derechos humanos, al que no le perturba lo más mínimo o siente como accidental que el Mediterráneo se haya convertido en un moridero.

El abordaje de la migración definirá nuestra época en un sentido más democrático o autoritario, lo que interpela a todos los agentes sociales

La xenofobia ha irrumpido en la política, y pretende arrollar en el imaginario mediante las redes sociales. Para contrarrestarla hace falta más decencia, compromiso humanitario y fundamentos en derechos humanos. Enfrentadas las Administraciones, divididos los medios de comunicación, una batalla ética nos interpela. Nos incumbe posicionarnos ante un futuro objetivamente complejo que agita a muchos extremistas, pero también a quienes se ven en el alambre de la falta de bienestar. Canalizar la migración, acogerla e integrarla es nuclear para una convivencia vertebrada sobre bases democráticas. Todos los agentes sociales están llamados a esta empresa. Por ello, no hay que perder de vista el rol que en los próximos años juegue la iglesia católica; en crisis, pero aún muy influyente en las capas conservadoras. Esta institución enfila la recta final de un papado, el de Bergoglio, que con todas las críticas achacables ha proyectado una apertura que tal vez se interrumpa a futuro. Su giro contrasta con el papel que viene desempeñando la jerarquía española y sus terminales mediáticas, de auténtico laboratorio ideológico para la derecha, contribuyendo así a desmochar la base progresista. En estas, el sector democristiano restante, si no es una leyenda fuera de improntas jesuíticas o similares, tiene un reto particular. De no comparecer en el debate migratorio se confirmará como una nebulosa. De hacerlo con visión decididamente favorable, contribuirá a frenar deslizamientos ultras y a decantar la cuestión a la zona de humanidad y temple que le corresponde. Todos los agentes van a ser necesarios para lograrlo.