Mientras seguimos pendientes con tristeza y con incredulidad de todo lo que emerge del fango que cubre Valencia, las pérdidas, el horror, la complejidad logística y la enorme solidaridad, otra desgracia ha ocurrido al oeste. Su epicentro nos queda más lejos, pero la onda sísmica también nos alcanzará.

“Cuando perdemos unas elecciones, aceptamos el resultado”. Es todo lo que pudo decir Kamala Harris después del hundimiento. Apelaba a la dignidad que debería ser común denominador tras un fracaso electoral y, sobre todo, marcaba distancia con el ganador. La incapacidad de Trump para aceptar su fracaso en las anteriores elecciones intoxicó vísceras más que cabezas provocando el asalto al Capitolio. Sin saber qué nos queda por delante, aquel tipo bajo un sombrero de piel con cuernos, las barras y estrellas pintadas en la cara y el torso desnudo tatuado gritando entre óleos de presidentes de EEUU con marco dorado es una de las imágenes del siglo XXI.

La autocrítica no se cultiva mucho entre perdedores políticos. Ahora, tampoco. Cuando Biden decidió bajarse del caballo antes de estamparse en otro discurso presidencial más ya no había tiempo para buscar relevo en la candidatura demócrata a la presidencia. Era finales de julio, y la maquinaria electoral ya apisonaba a velocidad crucero. Kamala Harris pasó del puesto dos al uno, la opción natural y, posiblemente, única en plena contrarreloj. Tarde. El timing ya anticipaba derrota. Trató de desmarcarse de Biden pero no hizo autocrítica de una gestión en la que ella, como vicepresidenta, había participado. Y aquí tenemos de nuevo al hombre naranja, el que promete hacer grande América, curarla, limpiarla de inmigrantes, “proteger de ellos a las mujeres en este cubo de basura procedente de todas las partes del mundo”, prohibirles abortar, blindar aduanas con aranceles a productos chinos y europeos y reforzar su ejército. Sólo unir sus propuestas en esta frase es como activar un detonador. Patrocinado por Elon Musk, el auténtico gestor de este mundo.